Sin duda, uno de los grandes placeres de la vida es leer sentado tranquilamente en un parque. Si es otoño o invierno, me gusta hacerlo bajo los débiles rayos del sol; en primavera y verano, busco el cobijo que proporciona la sombra natural de un árbol. Pocas cosas me resultan tan placenteras como tener en mis manos un buen libro y dejar que vayan pasando las horas sentado en un parque, enfrascado en la lectura.
Pero últimamente me he dado cuenta de que a la gente no le gusta, (o sería más acertado decir, no le gustamos) los que leemos en los parques. Las miradas de desprecio son más que elocuentes. Miradas de asco, incluso de odio, me atrevería a calificarlas. Hay diferentes grados de desprecio en esas miradas, dependiendo básicamente de lo que se esté leyendo. No se odia lo mismo al que lee un periódico deportivo que al que lee un periódico económico. Tampoco es lo mismo sostener entre las manos una revista del corazón que, pongamos por caso, un tebeo. Si eres adulto y lees un tebeo, te expones a una lapidación pública. El libro supone el estadio más avanzado del desprecio. La gente, cuando ve a alguien sentado en el parque, leyendo un libro, lo primero que piensa es, ¿y este por qué coño no leerá en su casa?
Algunas veces creo que, en los parques, se tolera más a los exhibicionistas y a los traficantes de droga que a los lectores. Es como si el que lee en los parques, por el simple hecho de sostener un libro entre sus manos, les recordase y les reprochase a los demás, la ignorancia en la que viven sumidos.
También me he dado cuenta de que a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado tampoco les gusta ver lectores en los parques. Les resultan sospechosos. No sabría muy bien decir por qué ocurre esto, pero es evidente de que, los que leemos en los parques, levantamos sospechas. Lo sé por experiencia propia. Si estoy sentado en un parque y pasa por allí una pareja de la Policía Local, me miran como si acabase de robar una sucursal de Caja Granada, con toma de rehenes incluida. Y no digamos la Guardia Civil. Me miran al pasar y hacen preguntas del tipo, ¿Qué hace con ese libro en las manos?, o ¿No tiene usted nada mejor que hacer? Y a veces, si en el banco donde yo estoy leyendo, hay una ancianita sentada, haciendo punto de cruz, o hablando a voces por el móvil con su novio, se acercan hasta ella y le preguntan amablemente, señora, ¿le está molestando este individuo con su libro?
En estas ocasiones, acabo sintiéndome un ser pérfido. Un malandrín culpable de algún delito extraño y surrealista, pero delito al fin y al cabo. Así que he puesto en marcha una estrategia. Cuando los veo acercarse, con sus gafas de sol y su sonrisa brillante en los rostros, escondo el libro y hago como que observo a los patos o que echo de comer a las palomas, o simplemente que pienso en cosas tales como la hipoteca, la liga de campeones o las previsiones macroeconómicas del gobierno para el próximo año. De esta manera, paso desapercibido, me vuelvo uno más camuflado entre la masa, disimulando entre la multitud y los agentes acaban pasando de largo y sin sospechar mi infame conducta de lector empedernido. Cuando pasa el peligro, vuelvo a coger el libro de entre los arbustos o de dondequiera que lo hubiera escondido y continúo leyendo por el sitio exacto en el que me había quedado. El resto de la gente, por supuesto, sigue odiándome. Pero al menos no me dan tanto miedo como los uniformados. Por ahora.
Pero últimamente me he dado cuenta de que a la gente no le gusta, (o sería más acertado decir, no le gustamos) los que leemos en los parques. Las miradas de desprecio son más que elocuentes. Miradas de asco, incluso de odio, me atrevería a calificarlas. Hay diferentes grados de desprecio en esas miradas, dependiendo básicamente de lo que se esté leyendo. No se odia lo mismo al que lee un periódico deportivo que al que lee un periódico económico. Tampoco es lo mismo sostener entre las manos una revista del corazón que, pongamos por caso, un tebeo. Si eres adulto y lees un tebeo, te expones a una lapidación pública. El libro supone el estadio más avanzado del desprecio. La gente, cuando ve a alguien sentado en el parque, leyendo un libro, lo primero que piensa es, ¿y este por qué coño no leerá en su casa?
Algunas veces creo que, en los parques, se tolera más a los exhibicionistas y a los traficantes de droga que a los lectores. Es como si el que lee en los parques, por el simple hecho de sostener un libro entre sus manos, les recordase y les reprochase a los demás, la ignorancia en la que viven sumidos.
También me he dado cuenta de que a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado tampoco les gusta ver lectores en los parques. Les resultan sospechosos. No sabría muy bien decir por qué ocurre esto, pero es evidente de que, los que leemos en los parques, levantamos sospechas. Lo sé por experiencia propia. Si estoy sentado en un parque y pasa por allí una pareja de la Policía Local, me miran como si acabase de robar una sucursal de Caja Granada, con toma de rehenes incluida. Y no digamos la Guardia Civil. Me miran al pasar y hacen preguntas del tipo, ¿Qué hace con ese libro en las manos?, o ¿No tiene usted nada mejor que hacer? Y a veces, si en el banco donde yo estoy leyendo, hay una ancianita sentada, haciendo punto de cruz, o hablando a voces por el móvil con su novio, se acercan hasta ella y le preguntan amablemente, señora, ¿le está molestando este individuo con su libro?
En estas ocasiones, acabo sintiéndome un ser pérfido. Un malandrín culpable de algún delito extraño y surrealista, pero delito al fin y al cabo. Así que he puesto en marcha una estrategia. Cuando los veo acercarse, con sus gafas de sol y su sonrisa brillante en los rostros, escondo el libro y hago como que observo a los patos o que echo de comer a las palomas, o simplemente que pienso en cosas tales como la hipoteca, la liga de campeones o las previsiones macroeconómicas del gobierno para el próximo año. De esta manera, paso desapercibido, me vuelvo uno más camuflado entre la masa, disimulando entre la multitud y los agentes acaban pasando de largo y sin sospechar mi infame conducta de lector empedernido. Cuando pasa el peligro, vuelvo a coger el libro de entre los arbustos o de dondequiera que lo hubiera escondido y continúo leyendo por el sitio exacto en el que me había quedado. El resto de la gente, por supuesto, sigue odiándome. Pero al menos no me dan tanto miedo como los uniformados. Por ahora.
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