miércoles, 28 de noviembre de 2012

Decepciones


Las decepciones
 

del amor
 

se diluyen
 

con el paso
 

de los días,
 

me dijo
 

pero ¿desaparecer
 

por completo?
 

Eso jamás.

(Cien pájaros hambrientos anuncian la aurora...)


(De la serie Tarareando canciones de Radio Futura)

domingo, 25 de noviembre de 2012

Presentación en Salobreña de "El llanto, la sangre, el fuego".



El próximo viernes, 30 de noviembre, a las siete y media de la tarde, estaré presentando mi nuevo libro, El llanto, la sangre, el fuego (Editorial Alhulia, 2012) en la bilioteca de Salobreña, acompañado por el poeta y profesor Miguel Ávila Cabezas, autor del prólogo, y quien se encargará de la presentación. Será un placer veros a todas y a todos por allí y compartir un buen rato en torno a la literatura y al recuerdo de todas las personas que padecieron en sus carnes el fanatismo fascista.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Antonio Ferrero: Compañero del alma, compañero

 
Compañero del alma, compañero
Miguel Hernández

Hay noticias que uno jamás debería recibir. Hay noticias que uno jamás debería de dar. Esas noticias son las que tienen que ver con la muerte de nuestros seres queridos, de nuestros familiares, de nuestros amigos. Hace unos días, recibí la terrible noticia de la muerte de una gran persona, de un gran hombre, y sobre todo, de un gran amigo: Antonio Ferrero Fort.
Antonio murió el pasado 10 de noviembre, víctima de un cáncer galopante, terrible y asesino. Un cáncer que no le ha dado tregua y le ha arrancado la vida con una rapidez fulgurante.
Antonio Ferrero era, como ya he escrito más arriba, un hombre extraordinario. Si estás leyendo estas palabras y tuviste la suerte de conocerlo, de tratarlo, de compartir su amistad, ya sabes que todo lo que yo pueda decir, no servirá para hacerle justicia. Antonio fue un militante convencido, coherente hasta el último aliento, un ser humano bondadoso, de una sensibilidad extraordinaria, al que le encantaba hablar de libros, de cine, de música. Antonio amaba las cosas sencillas, y era mucho más feliz contemplando una puesta de sol o un árbol magnífico que poseyendo riquezas. Durante gran parte de su vida militó en el PCE, por el lado político, y en USTEA, por el sindical. Era un hombre de unas profundas convicciones pacifistas, un comunista que amaba Andalucía y un andaluz comprometido con la lucha de todos y cada uno de los pueblos oprimidos del mundo: desde Cuba a Palestina, desde el pueblo Saharaui a Nicaragua. Antonio, qué duda cabe, fue un maestro dentro y fuera de las aulas.
Yo tuve la suerte de conocerlo, de compartir con él algunos buenos momentos de camaradería, algún vaso de vino, algunas buenas conversaciones sobre Miguel Hernández, al que veneraba; sobre flamenco, sobre música clásica. Me dio a leer algunos de los poemas que había escrito. Y yo le di los míos. Lo conocí en Válor, el pequeño pueblo alpujarreño donde vivía y donde había trabajado como maestro, una tarde otoñal de hace ya bastante tiempo. Mi primera impresión fue que estaba ante una persona de mucha valía y mi intuición no me falló. Durante estos últimos años, nos hemos ido viendo de manera esporádica, siempre en movidas reivindicativas, en manifestaciones antifascistas o en huelgas generales, Porque Antonio siempre estaba donde tenía que estar, porque su compromiso con los más desfavorecidos no le permitía actuar de otra manera. Porque Antonio no era de los que miraban para otro lado, sino de los que tomaban partido, como cantó el poeta Gabriel Celaya, partido hasta mancharse.  
Escribió el filósofo francés Josheph Joubert: Hay que morir inspirando amor (si se puede). Comparto totalmente este pensamiento. Y sé positivamente que así ha muerto Antonio Ferrero, inspirando amor entre sus familiares, entre sus amigos, entre sus camaradas. Hoy, cuando escribo esto, mis sentimientos son ambivalentes: Por un lado, siento una profunda tristeza porque ha muerto un ser humano maravilloso; por otra parte, siento una felicidad extraordinaria porque ese hombre me honró con su amistad, porque tuve la suerte de compartir con él algunos momentos (muchos menos de los que yo hubiese querido) de alegría, de lucha, de vida.
Que todo el mundo se entere. Ha muerto Antonio Ferrero. Su recuerdo, su risa, su ejemplo sigue vivo entre nosotros. Hasta siempre, compañero.
 

jueves, 15 de noviembre de 2012

Ya está en la calle "El llanto, la sangre, el fuego", mi nuevo libro

"El llanto, la sangre, el fuego" es una colección de poemas y relatos que giran en torno a la recuperación de la memoria histórica. Rafael Calero Palma se zambulle de lleno en una época de la historia de España —la que va desde la instauración de la II República hasta la posguerra, pasando por la Guerra Civil— tan cruel como fascinante. En las páginas de este libro conviven figuras históricas de la talla de Buenaventura Durruti, Federico García Lorca, Virginia Woolf, Langston Hughes, Miguel Hernández, Woody Guthrie, Primo Levy, La Niña de los Peines o Matilde Landa con personajes anónimos, no por ello menos significativos. En "El llanto, la sangre, el fuego", se mezclan realidad y ficción, poesía y prosa, ensayo y relato, presente y pasado, con un único objetivo: rescatar del olvido a los que lo dieron todo sin pedir nada a cambio. 
(Texto de la contraportada)


 Si quieres leer una reseña del libro escrita por la poeta bilbaina Silvia Delgado, pincha aquí

Si quieres adquirir un ejemplar de "El llanto, la sangre, el fuego", (P.V.P 13 euros, incluidos gastos de envío, 1 ejemplar; 20 euros, incluidos gastos de envío, 2 ejemplares) lo puedes hacer llamando al teléfono 633057417 o en la dirección de correo electrónico rafaelcalero@gmail.com

Imagínate un país sin Rajoys

Imagínate un país sin Rajoys, sin Montoros, sin Cospedales.
Imagínate un país sin Rubalcabas, sin Griñanes, sin Chacones.
Imagínate un país sin Borbones.
Imagínate un país sin Emilio Botín, sin Francisco González, sin Rodrigo Rato.
Imagínate un país sin Movistar, sin Repsol, sin McDonald.  
Imagínate un país sin Duquesas de Alba.
Imagínate un país sin Conferencia Episcopal.
Imagínate un país sin coches oficiales.
Imagínate un país en el que los políticos son honrados, cabales, trabajadores.
Imagínate un país sin corrupción, sin corruptos, sin amiguitos del alma.
Imagínate un país donde a la gente, los bancos no les roban las casas.
Imagínate un país sin desempleo, en el que la gente trabaja, y se respetan los derechos laborales, que son de los más avanzados del mundo.
Imagínate un país donde la educación es pública, laica, democrática, de primerísima calidad, y no tiene nada que envidiar a la de Finlandia.
Imagínate un país con una sanidad pública, universal, gratuita, sin interminables listas de espera.
Imagínate un país con jueces justos.
Imagínate un país sin recortes.
Imagínate un país en el que se respeta a los ancianos y se les cuida y no se les escamotea las pensiones.
Imagínate un país en el que la gente se expresa en libertad, elige en libertad, se manifiesta en libertad.
Imagínate un país donde tu opinión es lo que más cuenta.
Imagínate un país en el que se rescata a las personas, no a los bancos.
Imagínate un país en el que la riqueza no está en manos de una minúscula minoría, sino en las de una inmensa mayoría.
Imagínate un país en el que la policía está al servicio de la ciudadanía.
Imagínate un país en el que la gente se rebela contra los dictadorcillos de turno, y se enfrenta a ellos, y los mandan a la mierda.
Imagínate un país en el que los sindicatos no están apesebrados, y son combativos, y plantan cara.
Imagínate un país sin machismo, sin racismo, sin fascismo, sin homofobia.
Imagínate un país con una cultura de primera.
Imagínate un país sin miseria.
Imagínate un país sin El Mundo, sin La razón, sin TVE, sin Canal Sur, sin El País, sin Intereconomía.
Imagínate un país con memoria.
Imagínate un país gobernado por personas al servicio de otras personas y no por la tiranía fascista de los mercados.
Imagínate un país que no quema sus bosques, que no envenena sus ríos, que preserva su flora y su fauna.    
Imagínate un país con todo el futuro por delante.
Puedes decir que soy un soñador, pero está claro que no soy el único…
 

lunes, 12 de noviembre de 2012

domingo, 11 de noviembre de 2012

El blues más triste de Robert Johnson

A la sucia tarima de la taberna, que hace las veces de escenario, sube, con paso lento, un músico negro como el carbón. Su cuerpo es delgado y desgarbado, aunque se nota que es un tío fuerte. Sus orejas son grandes y los dientes blancos, manchados por la nicotina del tabaco, amarillean cuando sonríe. Se aprecia, para quien sea buen observador y sea capaz de ver por entre la neblina de humo que hay en el tugurio, que su ojo izquierdo está casi cerrado. Así que no es ningún disparate decir que sólo ve con el derecho. Sobre la comisura izquierda de su boca descansa un cigarrillo a medio fumar. Tiene los dedos delgados y largos, como sarmientos recién cortados de una cepa. Dedos de recolector de algodón desde que era un niño de cinco o seis años en los campos de Robinsonville. En la forma y el tamaño de esos dedos se esconde, no hay duda, el secreto de su habilidad con la guitarra. A pesar del ojo, y de su aspecto desvaído, es un hombre con mucho éxito entre las mujeres, que se vuelven locas por él en la misma medida en que los maridos lo odian. Va vestido con un traje negro con finísimas rayas blancas, que le daría un aire distinguido, casi formal, si no fuera por las mil arrugas y las mil manchas que lo adornan de arriba a abajo. Su cabeza va cubierta con un sombrero de fieltro negro, tan viejo y sucio como el propio traje. Mientras sube los cuatro o cinco escalones que separan el suelo de la tarima, se oyen voces entre el público. Algunos insultos cariñosos y casi pornográficos que arrancan una fuerte carcajada entre la gente. Pero Robert, que así se llama el músico, permanece impasible, sin perder en absoluto su compostura.  
Cuando ya está frente al grupo de borrachos y putas, en su mayoría, que conforma la homogénea audiencia, Robert se quita el sombrero a modo de respetuoso saludo hacia el público y acto seguido se sienta sobre una destartalada silla de madera. Ve con cuidado, le grita alguien, el último que se sentó en esa silla, acabó con su negro culo en el suelo. Todos ríen la broma. Incluso el propio Robert hace una mueca con su boca que arranca otra carcajada. Luego se pone serio y se dispone a tocar.
Sostiene entre sus manos su vieja guitarra de palo, tan negra como su propia piel, tan polvorienta como los zapatos que lleva puestos, tan cansada como su maltrecho cuerpo de recolector de algodón, tan desvalida como el alma que —ya es un secreto a voces a lo largo y ancho del Delta— ha vendido al Diablo a cambio de la magia eterna del blues y de la maestría necesaria para tocar la guitarra.
De repente, el viejo bluesman comienza a rasgarla. Primero, con suavidad. Después, con rabia. Una rabia que viene de muy lejos, una rabia que ha permanecido enquistada en varias generaciones de esclavos arrancados de África. Mujeres y hombres vendidos y comprados en América. Seres humanos humillados y vencidos, pero que nunca perdieron su dignidad.  Mercancía de usar y tirar para las plantaciones algodoneras del sur de los Estados Unidos de América.
Y entonces se produce el milagro. Robert empieza a cantar uno de sus numerosos temas que corren por los guetos negros de boca en boca: Love in vain. Y lo hace con una voz que rápidamente se transforma en un bálsamo para las heridas del espíritu, esas que tanto tardan en cicatrizar. Una voz desnuda, milenaria, atormentada, feroz. Una voz llena de sinceridad. Una voz capaz de expresar mil matices al mismo tiempo. Una voz inabarcable. Una voz que conoce secretos ancestrales, que parece haber regresado de lo más profundo del tiempo, ese lugar donde miedo y emoción se confunden, convirtiéndose en las dos caras de una misma moneda. Los que están plantados ante el músico, bebiendo güisqui o ginebra, fumando tabaco o marihuana, escuchando embelesados la magia del blues, no pueden evitar sentir un escalofrío inexplicable en el alma.
Estremece tanta tristeza. 

viernes, 9 de noviembre de 2012

La ciudad que rompe sueños, de Sandra Pérez Castañeda



No voy a profundizar en la biografía de Sandra, pero sí me gustaría dar unas breves pinceladas que considero importantes para comprender un poco mejor algunos detalles de esta novela. Sandra es una gaditana interesada en la complejidad de la mente humana, en los extraños procesos psicológicos que tienen lugar en la mente del ser humano y, sobre todo, en la filosofía. También es experta en comunicación audiovisual y se gana la vida como periodista en Canal Sur. Digo esto porque esta novela es una obra con un gran poso filosófico y donde la imagen juega un importante papel, ya que es una obra muy cinematográfica, con un extraordinario poder de evocación.
Antes de seguir, voy a hacer un breve resumen de lo que el lector que se adentre en La ciudad que rompe sueños puede encontrar entre sus páginas. A finales del siglo XXI (esto no lo dice la obra por ningún lado, pero tras leerla detenidamente es la deducción a la que yo he llegado), el planeta, devastado por la polución, por las catástrofes medioambientales, por las múltiples guerras que tienen o han tenido lugar y otras lindezas por el estilo, no es, precisamente, ese lugar bucólico y maravilloso al que cantaban los poetas pretéritos. En la ciudad más grande del planeta, Kathlas, se ha desatado una pandemia de suicidios. Simple y llanamente, la gente ha perdido las ganas de vivir. Sin motivos aparentes. Sin profundas disquisiciones filosóficas, las personas prefieren morir a seguir viviendo. Tal vez porque, en determinadas circunstancias, morir es mucho más fácil que vivir.  De esta manera, el índice de suicidios en las últimas décadas es tan alarmante, que ha llevado a las autoridades a tomar cartas en el asunto. Así, la gran metrópolis del pasado, centro económico y financiero, Ítaca mítica a la que llegaban decenas de seres humanos que ansiaban tener un futuro mejor donde poder realizar sus sueños, ha dado paso a una ciudad asfixiante, claustrofóbica, completamente alienante, donde las medidas de seguridad para evitar las muertes voluntarias agobian a sus habitantes, quedando tan sólo el metro como vía de escape para los que tratan de ganarle la partida a la vida. Para más inri, tras una terrible catástrofe nuclear (esto tampoco se dice pero también se intuye), los habitantes de la ciudad, se ven obligados a llevar sobre sus rostros unas máscaras que se adhieren sobre las caras como una segunda piel, pero que, en realidad, acentúan la terrible distancia que ya existe entre los seres humanos. Gestos tan simples, y antaño tan comunes, como pueden ser una caricia o tomar de la mano a otra persona, son pues, en esta sociedad futura que plantea el libro, actitudes que han quedado en desuso e incluso que están mal vista por la mayoría de la población.
El índice de suicidios es tan elevado que se crea un Ministerio cuya principal objetivo es, ante todo, recuperar a suicidas fallidos. El médico que dirige el Ministerio, Rafael Estendal, toda una eminencia en los problemas mentales y en la etiología del suicido, se encuentra por primera vez, entre la espada y la pared. Y es que su nieto, el pequeño Marcos, de nueve años de edad, ha intentado quitarse la vida. Por este motivo, pide ayuda a la única persona que, en su opinión, puede salvar a su nieto; La doctora Águeda Salvaterra, la principal investigadora tras años dedicados a la atención de suicidas. Para que la Dra. Salvaterra pueda conseguir su objetivo, la dirección del Ministerio pone en sus manos nuevos instrumentos médicos con los que se espera acabar con la pandemia. Por otro lado, Ricardo Miranda, un suicida reincidente sobre el que pesa la sospecha de potenciar suicidios, será el primero en experimentar los nuevos métodos. La doctora, que dejó la recuperación de suicidas por los continuos fracasos, se ve obligada a internarse en el centro para volver a ejercer de ángel cuidador, veladora de sus vidas y observadora de sus almas.
Ese es, a grandes rasgos, el argumento de La ciudad que rompe sueños. Según contaba recientemente la propia autora en una entrevista, el suicidio será "la enfermedad más común" de las sociedades futuras. Y esto lo dice una persona que sabe muy bien de qué está hablando. Y es que, después de seis años investigando, leyendo, profundizando en el tema del suicidio, no podemos negar que Sandra es una experta en el asunto. Según la novelista gaditana, el suicidio se ha convertido ya en la "primera causa de muerte no natural, por encima de los accidentes laborales y los accidentes de tráfico" y esto, aún en los años anteriores a la crisis.
Además, según la autora, el tema del suicidio está rodeado de un marcado componente oscurantista. Apenas se conocen cifras referentes al tema, y las muertes por suicidio se siguen ocultando porque siguen siendo un tabú, tanto en el ámbito familiar "donde suponen una frustración", ha dicho la autora,  como socialmente, "por los valores de cada sociedad y por la presión que la sociedad ejerce en los individuos", puntualiza.

Veamos, si quiera brevemente, algunas influencias que he creído detectar en las páginas de esta novela. Básicamente, las influencias que yo he apreciado en La ciudad que rompe sueños son de dos tipos: Literarias y científicas.
a)     Influencias Literarias
Tengo que confesar que cuando estaba leyendo esta novela, mi primer pensamiento fue para Paul Auster y su historia El país de las últimas cosas. Luego, cuando tuve ocasión de hablar con Sandra y se lo comenté, me confesó que no había leído la obra del escritor neoyorquino y que Auster no es santo de su devoción. Y aún así, yo sigo pensando que ambas obras tienes ciertos aspectos en común. Tal vez sea por ese regusto a pesimismo que destilan las dos. Recuerdo que la lectura de la novela de Auster, me dejó un estado de ánimo un poco depresivo y lo mismo me ha ocurrido con La ciudad que rompe sueños. Tal vez, ello se deba a que ambas novelas plantean un tema con el que los seres humanos no nos sentimos cómodos: la muerte. Por otra parte, creo que técnicamente la novela de Sandra ha bebido de las fuentes originales de la ciencia ficción. Y es que escritores como George Orwell y su 1984, con ese omnipresente Gran Hermano que  controla hasta el mínimo detalle de la vida cotidiana; Aldus Huxley y Un mundo feliz, Ray Bradbury y su Fahrenheit 451 o Jim G. Ballard y su Fuga al paraíso, por dar sólo algunos nombres, sobrevuelan, siquiera tangencialmente, las páginas de esta novela que esta tarde presentamos aquí. A parte de estos nombres, más o menos evidentes, la propia autora me confesaba vía mail que en la novela se puede rastrear a otros muchos autores, tanto clásicos como modernos: Heidegger, Séneca, Paul Ricouer, José Antonio Marina, Carlos Castaneda, mucho Aristóteles y mucho Platón. Y por supuesto Jorge Luis Borges, uno de los escritores por los que Sandra siente una mayor devoción.
b)    Influencias Científicas

Entre las principales influencias científicas que Sandra ha usado para escribir su primera novela están sobre todo dos: el sociólogo francés Émile Durkheim y el médico portugués Antonio Damasio. En 1897 Durkeim publicó El suicidio, un estudio cuantitativo sobre el suicidio en varios países europeos, que sentó las bases para los estudios de este tipo que se han realizado posteriormente.
Antonio Damasio, por su parte, es uno de los más importantes investigadores en el campo de la neurociencia. También es autor de una extensa bibliografía de libros científicos de tipo divulgativo. Damasio tiene como objeto de estudio principalmente los sistemas neuronales relacionados con la toma de decisiones.
        Tras seis años de trabajo, Sandra Pérez Castañeda ve publicada, al fin, su primera novela. Yo he tenido la oportunidad de leerla y sólo puedo decir parabienes de ella, pues me ha parecido un libro estupendo, más aún si tenemos en cuenta que es la obra de una autora novel. Así que le deseo todo lo mejor con esta aventura literaria que ahora inicia.  

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La cita (II)



¿Y te fuiste, así sin más?, le pregunta la primera mujer, que aún no se lo puede creer. La segunda mujer menea la cabeza de arriba abajo diciendo que sí. Pues, hija, qué quieres que te diga, no lo entiendo, replica la primera mujer. Tanto tiempo esperando a salir con alguien, y el día que lo consigues, vas y te das la vuelta sin más explicaciones y dejas allí al pobre hombre más solo que la una. La segunda mujer pone cara de póker, como diciendo, pues qué quieres que te diga, así soy yo y si tú quieres que te lo explique, yo te lo explico ahora mismo.
Y empieza a explicárselo.
Cuando llegué al Bar Paraíso, el lugar donde habíamos quedado, y lo vi, no me lo podía creer. Otra vez me había vuelto a ocurrir. Lo primero que pensé fue que nunca aprenderé cuando se trata de hombres. El que tenía ante mis ojos no era, en absoluto, como se había autodescrito por el chat.
Me había dicho una y otra vez que era calvo como una bola de billar, con una narizota gorda y prominente, ojos pequeños y miopes, las cejas más pobladas que la Gran Manzana, bajito y con unos cuantos (muchos, en realidad) kilos de más; orejas grandes y peludas y algunas verrugas repartidas, como quien no quiere la cosa, aquí y allá. Me había dicho que sus manos eran pequeñas, de dedos gordos, chatos y feos. Y peludas. Me había dicho, y esto era muy importante para mí, que despedía un desagradable olor corporal. Vamos, que olía a sudor como un cerdo. También me había dicho, el muy hijo de puta, que a él no le interesaba la cultura, nada de libros en su vida, ni de música clásica, ni de cine raro. Recuerdo que le pregunté directamente algo que en muy raras ocasiones me atrevo a preguntar, pero que me dice mucho de un ligue: le pregunté, sin rodeos, si a él le gustaba Leonard Cohen. Y el cabrón me dijo que no. Y yo, con su respuesta, me puse súper contenta. ¿Y qué me encuentro al llegar al bar? Pues que el hombre que está ante mí, no tiene nada que ver con aquella descripción. Para empezar, huele de maravilla. Un olor a perfume francés que te embriaga, que se va apoderando de tu pituitaria, sin que te des cuenta. En segundo lugar, luce una gran mata de pelo entrecano, recién cortado, que le da un aire de madurito interesante como al de la canción de Martirio; sus ojos son grandes y azules, de largas pestañas; ojos profundos e hipnóticos, hermosísimos, y transmiten una paz maravillosa; una nariz casi perfecta, lo mismo que sus orejas, ni muy grandes ni muy pequeñas, del tamaño justo; mide alrededor de 1´85 y pesa unos 80 kilos, lo que lo hace parecer un hombre saludable y atractivo. Viene recién afeitado y su piel se ve tersa y morena. Y para rematar la faena, el tío tiene un par de regalos encima de la mesa. Me los da, los abro al borde de un ataque de nervios y ¿sabes con qué me encuentro dentro de aquellos papeles de regalo? Pues sí, efectivamente, el último disco de Leonard Cohen y La insoportable levedad del ser, el libro de Milan Kundera. En definitiva, que el tío que me está esperando tomando un café con una sonrisa perfecta, con unos dientes tan blancos como una sábana recién lavada, es lo que se dice un tío guapísimo, culto, simpático, amable, huele de maravilla, en fin, uno de esos hombres que quita el hipo y tras el que cualquier mujer se lanzaría sin pensárselo dos veces. ¿Y qué me había dicho él en nuestras conversaciones por el chat? Todo lo contrario.
De golpe comprendí sus reticencias a no mostrarme ninguna foto, a ocultarme su imagen. Cada vez que le pedía que me enseñara una foto, me daba excusas peregrinas: No tengo, no soy fotogénico, a ver si tengo tiempo y me saco alguna, mañana te la pongo y otras evasivas por el estilo. ¡Qué desengaño! Si he de ser sincera, de este no me lo esperaba. Aún me pregunto cómo me dejé engañar. Él lanzó el anzuelo y yo lo mordí sin remisión. Yo había ido a aquella cita buscando a un tío feo, calvo y que tenía un olor corporal fétido y nauseabundo. Así que cuando comprendí que el muy cabrón me había mentido como un bellaco cada una de las veces que habíamos hablado por el chat, dios sabrá por qué oscuros motivos, me di la vuelta y lo dejé allí plantado, con un palmo de narices. Porque no sé tú qué pensarás, pero yo lo tengo claro, ¿qué puede una esperar de un hombre que te miente por el chat?