viernes, 23 de abril de 2010

La bolsa blanca

Sobre el banco verde hay una bolsa blanca. Es de plástico. Una bolsa normal y corriente, de esas que dan en los supermercados cuando hacemos la compra. A simple vista no se aprecia nada que la haga especial, salvo el logotipo de una gran superficie comercial escrito en letras rojas. El hombre que está sentado en el banco de al lado lleva un rato mirándola, sin atreverse a cogerla. Tiene miedo de que alguien lo pueda ver y lo acuse de haberla robado. No sería la primera vez que pasa algo parecido. Menudo bochorno. No obstante, el hombre siente una curiosidad malsana por averiguar cuál es el contenido de la bolsa. ¿Qué habrá dentro?, se pregunta. Porque está claro que hay algo dentro de la bolsa. ¿Será dinero? El hombre descarta esta opción. Le parece que la bolsa es demasiado vulgar para llevar una importante suma de dinero en su interior. Además, él nunca ha tenido tanta suerte. ¿Serán unos documentos importantes, por ejemplo, la escritura de un piso de lujo en el centro de la ciudad, olvidada por su dueño? ¿O tal vez son unos documentos —lucha antiterrorista, lucha contra el crimen organizado— que comprometen la seguridad misma del Estado? El hombre empieza a sentir un ligero dolor de estómago. Y le sudan las manos a pesar de que hace frío. Los nervios, piensa. Siempre que me pongo nervioso, me duele el estómago y me sudan las manos. Y también: Si estuviera aquí mi ex mujer me habría dicho que parezco bobo, dándole vueltas y vueltas a las cosas, sin atreverme a actuar. Hijo, si es que parece que estás alelado. Esa era una de las frases favoritas de mi ex. Mientras piensa todo esto, barre con la mirada todo el parque. No hay nadie. O al menos él no ve a nadie. Así que, por una vez en su vida, decide pasar a la acción. El hombre, con disimulo, se levanta del banco donde está sentado y en unos segundos anda los nueve o diez metros que lo separan del banco donde está la bolsa blanca. Se sienta. La coge. Está temblando. No puede evitarlo. Es superior a sus fuerzas. Vuelve a pasear la vista por todo el parque por si alguien lo ha visto coger la bolsa. Pero el parque está desierto a esas horas. Así que se decide a abrir la bolsa con sus manos temblorosas. Un libro. Eso es lo que contiene la bolsa. Un pequeño libro de bolsillo. Es de color marrón. Se titula Hambre y la persona que lo ha escrito es un tal Knut Hamsun. Resulta evidente que el libro es antiguo. Por el olor y por el color. Huele a papel viejo y las páginas del libro están amarillentas. Pero está nuevo. Además está forrado con un plástico transparente, lo que, sin duda, ha contribuido a su buen estado de conservación. El hombre no ha oído, jamás en su vida, hablar de ese libro. Tampoco de ese autor. Ni una sola vez. Cosa que, por otra parte, no es rara. Hace más de veinte años que no lee un libro. De ningún tipo. Él no es, precisamente, lo que se entiende por una persona culta. Y ahora está allí sentado, en aquel banco verde de aquel parque desierto de aquella ciudad más desierta aún, sosteniendo en las manos un ejemplar viejo de un libro que se titula Hambre y cuyo autor es un tal Knut Hamsun. El hombre se siente un poco decepcionado, para qué negarlo. Hubiese preferido que en la bolsa blanca de plástico hubiese habido cualquier otra cosa: una bufanda de lana virgen, por ejemplo. Eso le habría venido muy bien para combatir el frío de aquel invierno. O un cd de Juanito Valderrama o Antonio Molina. Para él, los dos cantantes más importantes de todos los tiempos. O una revista pornográfica. O incluso un juguete, un trenecito de madera o una pelota de tenis, por ejemplo. Un buen regalo para su nieto. O ya puestos, si al menos el libro hubiese sido una novela del oeste, de las de Marcial Lafuente Estefanía o de las de Silver Kane o aquel otro, cómo se llamaba, ah, sí, Keith Luger. ¡Aquellos sí que eran buenos libros! ¡Aquellas viejas novelas que publicaba Bruguera! Cuando joven, hubo un tiempo en que se aficionó a leer novelas del oeste. Fue en aquella época en que trabajó de vigilante nocturno en una fábrica de ladrillos. Debió ser hacia mil novecientos cincuenta y… Uff, ya había llovido algo desde entonces. Y sin embargo todavía recordaba algunos títulos: La mascota de la pradera, Te enterrarán en día de fiesta, Un puñado de caraduras. Aquellos libros sí que eran entretenidos. Y emocionantes. Ahora, en este mismo momento, el hombre sostiene el ejemplar de Hambre en sus manos. Lo mira por delante y por detrás. Lo observa con detenimiento. Lo pone bocabajo por si, de entre sus páginas, cae un papelito. Busca algún nombre escrito en él que delate su procedencia, que indique quién ha sido su dueño. Alguna dedicatoria. Él nunca ha regalado un libro pero sabe que hay gente que sí lo hace y escribe cosas en ellos del tipo: “Deseo que las páginas de este libro te atrapen como me atraparon a mí.” Y otras cosas por el estilo. Pero no encuentra nada. Absolutamente nada. Ni papelitos, ni dedicatorias, ni nombres. Es como si aquel libro no hubiese pertenecido jamás a nadie. Como si hubiese aparecido allí, en aquel banco verde, dentro de la bolsa blanca de plástico, por arte de magia. De repente, el hombre se da cuenta de que no sabe qué hacer con el libro. Evidentemente puede levantarse en ese preciso instante y largarse, dejándolo allí. Asunto terminado. Pero no es capaz. Simplemente, no puede hacerlo. No tiene motivos para actuar así. O mejor dicho, si actúa así, luego le pesará. Le da un poco de pena abandonar el libro en aquel parque solitario, a aquella extraña hora del día. ¡Cualquiera sabe en qué manos puede caer! Movido por algún extraño resorte, el hombre abre el libro por la primera página y empieza a leer el primer párrafo: “Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristiania, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella…” El hombre siente una agradable sensación en las yemas de los dedos. Es algo muy placentero. Así que sigue leyendo. Al principio le cuesta trabajo. La falta de costumbre, razona el hombre. Ha de hacer un esfuerzo considerable para entender las palabras escritas en las páginas amarillentas. Poco a poco, el hombre se va relajando con la lectura de aquel libro. Y se va adentrando en la historia, en las aventuras y desventuras del héroe, en los pormenores de su existencia. De repente, se da cuenta de que casi ha caído la noche. Y de que ha bajado la temperatura. No sabe cuánto tiempo lleva allí. Pero deben ser unas cuantas horas. Lo único que tiene claro es que se va para su casa, con el libro metido en la bolsa blanca, y que una vez allí, se dará una ducha caliente, y después cenará algo ligero, probablemente una tortilla francesa y una ensalada. Y reanudará la lectura de aquel extraño libro. Un libro que alguien ha dejado abandonado, en una bolsa blanca de plástico, sobre un banco verde de un parque, hasta llegar a la palabra FIN.


(Dedicado con todo mi cariño y admiración a aquellos autores de novela popular que hicieron, con su imaginación y su incansable pasión por la literatura, que la vida en la dura España de posguerra, fuese un poco más llevadera. Para mi admirado Francisco González Ledesma, sin duda, el mejor.)

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