Solysombra
La vida,
desde el nacimiento hasta la muerte, es una larga destrucción.
Francis Bacon
Lo conocí a comienzos del
otoño del año 1988. Sé que fue en aquella época porque yo acababa de llegar a
Granada para iniciar mis estudios universitarios y él fue una de las primeras
personas con las que entablé amistad en la nueva ciudad. La cosa fue, más o
menos, así. Un día, después de almorzar, fui a tomar un café a un bar de mala
muerte que yo frecuentaba mucho durante aquellos primeros meses en Granada. Era
un pequeño bar que estaba situado en la calle Acera de Canasteros, una de esas
callejuelas que están cerca de los Comedores Universitarios. El nombre del bar
se ha perdido para siempre en los callejones sin salida de mi memoria, y por
muchas vueltas que le doy, no consigo recordarlo. Mientras yo tomaba mi café
con leche y leía alguna noticia intranscendente en el periódico del día, un
anciano de pelo canoso, complexión fuerte, uno setenta y cinco, más o menos, de
estatura, ojos oscuros, pobladas cejas blancas, nariz aguileña y barba
entrecana de cinco o seis días, se
colocó a mi lado y me preguntó, esgrimiendo una breve sonrisa:
—Camarada, —más tarde supe
que él se dirigía a todo el mundo con este apelativo— ¿serías tan amable de
invitarme a un cafelito?
—Sí —le dije.
Y cuando ya estaba a punto
de dirigirme al camarero para pedirle que le sirviera un café a aquel hombre,
me volvió a preguntar, con cara de perro apaleado:
—¿Y qué me dices si en vez
de un café me pido una copita de solysombra?
Empecé a reír y le dije,
una vez más, que sí, pero que no se acostumbrara, que cada cual se tenía que
pagar sus vicios. En ese momento, sacó, de algún bolsillo invisible de su
chaqueta, un paquete arrugado de Ducados, extrajo un cigarrillo, y con absoluta
parsimonia, me preguntó si, por casualidad, no tenía lumbre.
—No fumo, —contesté.
—Haces bien. El tabaco es
una mierda. Yo me tendría que haber quitado el mismo día que le di la primera
calada al primer cigarrillo. Pero ya no tengo cojones para dejarlo, —sentenció
mientras tomaba entre sus dedos sarmentosos la copa que le acababa de servir el
camarero. Luego pidió fuego a algún otro parroquiano, y ahí, justo en ese
momento, dio comienzo nuestra amistad.
Mientras daba pequeños
sorbitos a su copa de solysombra y
fuertes caladas a su ducados, me
contó algunas cosas sobre su vida. Me contó, por ejemplo, que se llamaba
Miguel, que tenía más años que Matusalén y que, literalmente, puntualizó, si he
llegado hasta hoy vivito y coleando es porque nunca he tenido miedo de nada ni
de nadie, y ahora, no voy a empezar a tenerlo. Miguel hablaba y hablaba. Hasta
por los codos. De un tema pasaba a otro, sin solución de continuidad. Aquel
primer día habló de muchísimas cosas, —luego, cuando nuestra amistad se fue
afianzando, descubrí que era parlanchín por naturaleza—. Me dijo que era
comunista, porque a Miguel le gustaba ir de frente, y lo primero que hacía era
poner las cartas bocarriba, para que nadie se llamara a engaño.
—Si tienes algo en contra
los comunistas, lo dices. Pero eso sí, antes de irte, pagas esto y, después, te
largas, —me soltó con todo el morro del mundo.
Pero yo seguí allí, con mi
café con leche, riendo y escuchando lo que aquel anciano tenía almacenado en la
recámara. Ese mismo día, durante tres cafés con leche, tres copas de solysombra y una docena de cigarrillos
Ducados, me habló de cómo perdió la guerra, de cómo perdió la posguerra, de
cómo perdió a muchos de sus mejores amigos, de cómo perdió a muchos familiares
—entre otros, a sus dos únicos hermanos— y de cómo se ganó a pulso el exilio,
según él, lo único que había ganado en su puta vida.
Después de aquel primer
día, nos encontrábamos en el bar a diario. Más o menos a la misma hora, sin
importar demasiado que hiciera frío, que lloviera o que luciera el sol. Siempre
el mismo ritual. Yo llegaba un poco antes que él. Pedía mi café con leche y
cogía uno de los manoseados periódicos que había en un rincón de la barra. Al
rato entraba Miguel, esparciendo su sonrisa amplia de chiflado inofensivo por
todo el local. Daba las buenas tardes y se acercaba hasta donde yo estuviera
sentado y entonces, como aquel primer día en que nos conocimos, me volvía a
preguntar si era tan amable de invitarlo a una copa de solysombra. Cuando el camarero le servía aquel brebaje, él cogía la
copa, se sentaba junto a mí y empezaba a largar, anécdota tras anécdota, a cada
cual más jugosa, más interesante, más increíble, más superlativa que la
anterior.
Miguel era un superviviente
nato. Había sobrevivido a mil y una batallas. Había atravesado miles de
penalidades y había estado a las puertas de la muerte en más de una ocasión. La
historia de su vida parecía haber sido escrita para un guión cinematográfico.
Hasta tal punto era así, que, muchas veces, escuchando embelesado cómo daba
rienda suelta a su verborrea, me pregunté si todo cuanto contaba aquel hombre
no sería fruto de su imaginación. Ahora, recordando aquellas horas pasadas
junto a Miguel, experimento una profunda vergüenza por haber podido pensar algo
tan ruin de aquel hombre tan extraordinario, en el sentido más literal del
término. Pero confieso que, en aquellos días, lo pensé, y no una sola vez, sino
más de una y más de dos veces.
De esta manera, día a día,
me fui enterando de mil detalles sobre su vida. Por ejemplo, supe que una vez
acabada la Guerra Civil, Miguel fue condenado a la pena de muerte. Pero hubo
suerte y la pena de muerte fue conmutada por una condena de treinta años, de
los cuales, sin saber muy bien cómo ni por qué, acabó cumpliendo sólo doce en
diferentes penales del país. En octubre de 1951, con motivo de la onomástica de
Franco, el día cuatro de octubre, Miguel fue amnistiado, junto con otros presos
políticos. Fuera de la prisión, a Miguel ya no lo esperaba nada ni nadie. Su
madre y su padre habían muerto hacía ya tiempo. De hecho, su padre murió cuando
él era apenas un niño de ocho o nueve años. Y su madre, recién acabada la
guerra, según Miguel, de pena, de tristeza y de rabia. También los dos hermanos
que había tenido estaban muertos para cuando él pisó la calle nuevamente. El
mayor había perdido la vida en la Batalla del Ebro, defendiendo la República,
en los calurosos días del mes de agosto de 1938. El menor, fusilado al comienzo
de la guerra por los falangistas en el Barranco de Víznar, el mismo sitio en el
que le robaron la vida al poeta Federico García Lorca. No había mujer ni hijos.
Tan solo algunos primos lejanos y poco más. Así que, sin pensarlo dos veces, se
fue a América. Su primer destino había sido Argentina, y una vez allí, había
recorrido el continente americano de punta a punta, durante un viaje que duró
más de media vida, trabajando en lo que iba encontrando, trabajos que no lo
comprometieran, que no crearan lazos que algún día resultaran imposibles de
romper. Empleos que apenas duraban unos pocos días, varias semanas como mucho.
El tiempo justo para conseguir un poco de dinero que le permitiera vivir sin
demasiadas estrecheces, aunque tampoco con lujos de ningún tipo. Con el
equipaje justo para salir por pies si la situación así lo exigía. En su extenso
catálogo de profesiones no había nada que él no hubiese hecho, desde los
trabajos más convencionales a los más extraordinarios: había sido curtidor de
pieles, recolector de fruta, vaquero, curandero, destilador de ron, camarero,
panadero, cocinero, albañil, herrador, colchonero, barbero, trapero. Había
trabajado en periódicos y en puertos, había sido conductor de ambulancias,
había trabajado en una imprenta, y durante una época, había sido atracador de
bancos. Lo de atracar bancos, según él, era lo más divertido y lo más
emocionante de cuanto había hecho en toda su vida.
—Asestar un buen golpe a un
banco es algo que no tiene punto de comparación. No hay nada en el mundo que se
le parezca. Ni el mejor polvo, ni la más potente de las drogas. Nada, camarada,
te lo digo yo. Créeme, —me contó una de aquellas tardes mientras trasegaba a
pequeños sorbos su solysombra.
Lo mejor de todo, según
Miguel, era que el botín obtenido acababa en las manos de amigos y conocidos,
gente necesitada, gente que estaba en apuros, gente que, por diversos motivos,
carecía de recursos para sobrevivir. Miguel y sus compañeros se quedaban con
una parte, y después repartían el resto, cual Robinhoods contemporáneos, entre los pobres.
—El dinero no es nada, —solía decir en esos
momentos Miguel—. Únicamente es útil cuando sirve para ayudar a la gente. Sólo
los hijos de puta piensan en acaparar dinero. Por eso repartíamos el excedente.
Porque nosotros no éramos hijos de puta.
Y luego se echaba a reír
con esa risa franca y contagiosa, esa risa que llenaba todos y cada uno de los
espacios de alrededor.
Todos los empleos que
Miguel había tenido a lo largo de su vida habían sido fugaces. Lo máximo que
había permanecido en un trabajo habían sido dos meses y medio, en un hotel de
Caracas. Lo mismo le había ocurrido con las mujeres. Un amor en cada puerto,
como los antiguos marineros.
—Camarada, los hombres de
acción no podemos caer en tontos sentimentalismos ni jugar al amor, —me decía
cuando nuestra conversación giraba en torno al tema de las relaciones amorosas.
Esa era una de sus frases
favoritas. Y otra de las que más repetía cuando hablábamos de mujeres: El amor
es para los pardillos.
—A ver, Miguel, dime la
verdad, —le pregunté en cierta ocasión, mirándolo directamente a los ojos—.
¿Nunca te enamoraste de verdad?
—Camarada, a ti no te voy a
engañar. La respuesta a esa pregunta es sí. Pero no un sí cualquiera, sino un
sí rotundo, —me dijo, mientras movía la cabeza arriba y abajo.
Respiró hondo y luego
empezó a contarme la historia.
—Fue en Buenos Aires.
Adriana era la mujer más hermosa de todas cuantas se han cruzado en mi camino.
Y te aseguro que se han cruzado unas pocas. Tenía el pelo largo, muy negro, y
ojos profundos. Era maestra y bailaba el tango como ninguna otra mujer que yo
haya conocido. Pero no pasó nada. Bueno, sí pasó, pero no te lo voy a contar.
Además, de esto hace ya tanto tiempo que no me acuerdo de los detalles. Y ya
sabes lo que opino: una buena historia sin detalles, no puede ser buena. Y
guardó silencio, dejándome con la miel en los labios.
Esa fue una de las pocas
veces en que vi a Miguel triste. Así que preferí no insistir con mis preguntas,
aunque he de confesar que la curiosidad de mis dieciocho años me corroía por
dentro.
Miguel era un tipo de lo
más excéntrico. Por ejemplo, cada vez que le preguntaba su edad, me contestaba
algo distinto. Unas veces había nacido en 1923 y otras diez años antes. Había
días que tenía ochenta años y otros sólo setenta y cinco, o setenta, u ochenta
y dos. Depende. Lo mismo me decía que su cumpleaños era el Primero de mayo que
el Día de los inocentes o el Día de Reyes. No era raro que lo celebrara, el
cumpleaños digo, pagando yo, por supuesto, cada dos por tres.
—Hoy es mi cumpleaños, me
decía mientras cogía una silla y tomaba asiento junto a mí.
—¿Tu cumpleaños? Pero si tu
cumpleaños fue el mes pasado.
Y entonces hacía como que
no había escuchado nada, y pedía su sempiterna copa de solysombra, pero como era un día especial, la pedía con el mejor
coñac y el mejor anís que hubiera en el bar. Y luego mirándome fijamente,
añadía:
—Camarada, cada cumpleaños
hay que celebrarlo como si fuera el último. Ya sabes lo que opino. No hay
mañana. Sólo existe el aquí y el ahora. Lo demás es una falacia y la vida
eterna, un cuento de los curas.
Y siempre acabábamos
celebrando su cumpleaños por enésima vez. Porque en el fondo, llevaba razón.
Con tipos como Miguel sólo podía existir el aquí y el ahora. Y, como él se
encargaba de repetir, lo demás eran falacias.
Nunca discutíamos. Yo lo
dejaba hablar y él me dejaba escuchar. Tan solo una vez hubo un conato de
enfado. Fue a propósito del poeta chileno Pablo Neruda. No recuerdo muy bien el
detonante de nuestra conversación, pero Miguel empezó a hablar de él. Lo hacía
con una familiaridad que a mí me resultaba extraña, como si entre ambos hubiera
existido una profunda amistad.
—¿Lo conociste?, —le
pregunté con media sonrisa en la cara.
—La duda ofende, camarada.
—¿Estás seguro?, —insistí.
Entonces se levantó, apuró
la copa de solysombra y se largó sin
ni siquiera decir hasta mañana. Joder con el viejo, pensé. Estuvo varios días
sin aparecer por el bar. Una semana más tarde, llegó, muy serio, y me dijo:
—Hoy te traigo una cosa que
te va a gustar.
Sabía que estaba enfadado
conmigo. Y el hecho de que no me llamara camarada
me entristeció profundamente. No contesté. Él tampoco. Al rato me preguntó:
—¿Quieres verlo o no?
—¿De qué se trata, Miguel?
—Coño, camarada, ¡qué va a
ser! ¡Mi foto con Pablo!
Y en ese momento sacó de su
vieja cartera una foto arrugada, casi descolorida por el tiempo y,
efectivamente, allí estaba mi amigo, con el poeta chileno y con Matilde
Urrutia, la que fuera el gran amor de Neruda. El brazo derecho del poeta
descansaba sobre el hombro de Miguel, en una postura que denotaba que entre
ambos existía una sólida relación, mientras Matilde los miraba a ambos, con una
sonrisa amplia en el rostro, en lo que parecía ser un instante de plenitud y
felicidad veraniega, pues las tres personas iban ataviadas con trajes de baño.
Intenté sonsacarle algunos detalles, por ejemplo, el lugar y el momento en que
aquella fotografía había sido tomada, o quién estaba al otro lado de la cámara,
pulsando el botón, pues por alguna extraña razón, yo tenía la corazonada que
aquella foto había sido tomada por algún personaje importante, cercano al poeta
chileno. No obstante, Miguel se cerró en banda y no hubo forma de que dijera ni
mú.
—Yo no miento nunca,
camarada, —me dijo con el semblante muy serio—. No te voy a decir que siempre
diga toda la verdad, o que a veces, adorne las historias, pero de ahí a mentir,
hay un gran trecho.
Me puse rojo como la grana,
avergonzado por haber sido tan imbécil, tan descreído, tan arrogante. Me
disculpé ante él, pero sonriendo me dijo que estaba bien, que no me preocupara
por nada.
—Invítame a un solysombra, anda.
Y aquello zanjó el tema.
Jamás volví a dudar de sus historias.
Miguel había tomado partido
en miles de luchas a lo largo de su vida. Se había visto involucrado
activamente en la Revolución cubana. Allí había conocido a Fidel y al Che,
—gran hombre, gran revolucionario, decía de él cada vez que salía en nuestras
conversaciones—. Había estado en Chile cuando el golpe militar de Pinochet
derrocó al Presidente Salvador Allende, y de allí tuvo que huir a toda prisa
—si no me voy, te juro que no la cuento, me dijo—. También había conocido en
primera persona la Nicaragua sandinista. Una tarde, al llegar al bar, se fijó en
un libro que yo había comprado unos días antes. Estaba sobre la mesa. Lo cogió
como el que no quiere la cosa y leyó su título en voz alta: La paz mundial y la revolución en Nicaragua.
Lo abrió y se quedó mirando la foto de su autor: Ernesto Cardenal. Y luego, de
una manera que a mí me pareció muy lacónica, sentenció:
—Menudo cabrón, el curita.
Pero ya no hubo manera de
sonsacarle una sola palabra.
Del mismo modo, había
compartido el pan y el vino con los indígenas en la Selva Lacandona, en México
y había estado durante un tiempo en la reserva india de Spokane, en el estado
de Washington, en los Estados Unidos, donde viven los apenas mil nativos
norteamericanos de la etnia Spokane
que han sobrevivido al exterminio sistemático de los indios americanos. En fin,
tantos y tantos sitios, que se le hacía difícil a Miguel recordarlos todos con
precisión.
La literatura era la gran
pasión de Miguel. Y los libros. Le encantaba leer y comprar libros, sobre todo
de segunda mano. Y aunque por la época en que yo lo traté, no podía leer todo
cuanto él deseaba porque tenía algunos problemas de vista, había leído miles y
miles de obras a lo largo de su vida. De pequeño, como tantos españoles de la
época, Miguel no había podido ir a la escuela, porque tenía que trabajar para
ayudar a su familia a salir adelante. Así que había aprendido a leer durante la
Guerra Civil, en el frente, gracias a las Milicias de la Cultura.
—Aquello fue lo único
positivo que me dio la puta guerra, me dijo un día.
Cuando le pregunté en qué
consistía eso de las Milicias de la Cultura, me explicó que fue un plan que el
gobierno de la república puso en marcha para que aprendieran a leer y a
escribir el gran número de analfabetos que había entre las tropas del bando
republicano.
— Los maestros eran los
soldados que sí sabían leer y escribir, supervisados por los Comisarios
políticos de cada batallón. Aprendíamos de memoria poemas de Antonio Machado,
de Miguel Hernández, de Lorca, de León Felipe y de otros muchos. Una vez vino
Alberti con su mujer, a representar una obra de teatro. Era guapísima. Aún la
recuerdo como si hubiese sido ayer mismo.
A Miguel le gustaba
prestarme libros. Y también regalármelos. Aún guardo como oro en paño el
ejemplar que me regaló de Las venas
abiertas de América Latina, la magistral obra del escritor uruguayo Eduardo
Galeano. En la primera página se puede leer el siguiente texto, manuscrito por
su autor: Para Miguel, hombre excepcional
y mejor amigo. De su camarada, Eduardo. Buenos Aires, abril de 1972. Y
debajo de estas palabras, un garabato en tinta negra, que es la firma de
Eduardo Galeano.
Mi amigo sentía
predilección por los escritores rusos: de Chejov a Dostoievski, pasando por
Tolstoi, Blok, Gorki, etc., etc. Gracias a él descubrí algunas de las novelas
más importantes de toda la literatura rusa, como La madre, de Gorki, o Caballería
roja, de Isaak Babel, pues él fue quien me las recomendó y me insistió
vehementemente para que las leyera. También le gustaban muchos escritores
españoles, como Ramón J. Sénder, que era uno de sus preferidos, y Manuel
Vázquez Montalbán, a quien llamaba, cada vez que salía en nuestras
conversaciones literarias, el camarada Vázquez Montalbán; y muchos de los
grandes escritores hispanoamericanos, como Cortázar, García Márquez, etc. Yo, por
mi parte, le descubrí algunos escritores estadounidenses, como Charles Bukowski
o Chester Himes. Recuerdo que un día me presenté con un ejemplar en tapa dura
de La senda del perdedor, la novela
en la que Bukowski narra sus desventuras durante su niñez y su primera
adolescencia.
—Toma, —le dije acercándole el paquete—. A ver si te gusta lo
que hay dentro.
Pasado un tiempo, me dijo que ya lo había terminado.
—Y qué te ha parecido?, quise saber.
—Una gran novela y un gran novelista, —fue su conclusión.
Poco antes de la navidad de
1993, llegó como de costumbre al bar, a que le pagara su copa de solysombra y poniéndose muy serio me
dijo:
—Camarada, ayer por la
noche vino la Muerte a verme.
—Joder, Miguel, no seas
pájaro de mal agüero, —le dije.
—Tú sabes que yo con esas
cosas no bromeo.
—Vale, no te enfades, ¿y
qué te dijo?
—Me dijo que ya ha llegado
mi hora, que me vaya preparando, que el día de navidad me tengo que ir con
ella.
—¿Y tú qué le dijiste a
ella?, —seguí yo con la broma.
—Le di las gracias por
regalarme unos días más. Me dijo que los aprovechara, que eran para que me pudiera
despedir de los amigos.
—Pues de mí no te vas a
despedir, —contesté un poco cabreado por aquella broma de mal gusto.
En las fiestas navideñas
volví a mi casa a pasar unos días de vacaciones con mi familia. Cuando regresé
a Granada tras el parón navideño, fui al bar, como solía hacer cada tarde, a
tomar un café y leer el periódico y a reencontrarme con Miguel. Como veía que
pasaban los minutos y el anciano no aparecía por allí, le pregunté al camarero.
—¿Es que no lo sabes?,
—preguntó.
—¿Qué hay que saber?
—El viejo ha muerto, —me
dijo. El mismo Día de Navidad.
Y me contó la historia con
pelos y señales. Al parecer, llevaba unos días en los que se sentía bastante mal.
Así que había ido al médico y este le diagnosticó un cáncer galopante, que se
había extendido inmisericorde por gran parte de su cuerpo. Todo había ocurrido
con tal rapidez, que, según le había dicho el médico, ya no había nada que
hacer. Ni corto ni perezoso, el bueno de Miguel se había suicidado, ahorcándose
en una viga de su casa con su cinturón de cuero negro. Dejó la puerta de la
calle abierta para que los vecinos pudieran entrar. Y los vecinos lo
encontraron colgado de una viga de la cocina. A sus pies, un taburete tirado
por el suelo y una fotografía en blanco y negro. Era de una mujer hermosa, de
pelo largo, muy negro, y ojos profundos. Se la veía bailando un tango.
Le pregunté al camarero si
había dejado una carta para el juez o algo así.
—Qué va. Los jueces se la
traían floja. Lo que sí hizo fue donar su cuerpo a la ciencia. Los de la
Facultad de Medicina vinieron y se llevaron el cadáver. Ya sabes cómo era.
Genio y figura.
Allí mismo, en aquel bar de
mala muerte, me cagué en la puta madre que parió al cáncer y a la muerte y me
maldije mil veces por haber sido tan cretino y no haber sabido entender las
señales que me había ido dejando en las últimas semanas, sobre el día que me
contó lo de la visita de la Muerte. Con una sonrisa en los labios, pedí dos
copas de solysombra. Cogí una para
tomarla a la memoria de mi amigo, aunque en mi vida había probado aquella
bebida, y me la bebí de un solo trago. Dejé la otra encima del mostrador, por
si acaso, a Miguel, aquella fría tarde del invierno granadino, se le ocurría
volver.
Este relato, incluido en mi libro "Un mundo lleno de canciones de amor espantosas" (Editorial Alhulia, 2014) está dedicado a la memoria de EDUARDO GALEANO.