La primera fotografía está tomada
en León, en 1915.
Un joven Durruti
de apenas diecinueve años
mira desafiante a la cámara.
En la foto hay seis personas más.
Uno de ellos es un niño pequeñito.
Los otros, compañeros de trabajo.
Dos de ellos, no deben tener edad ni para afeitarse.
La foto ha sido tomada en el taller metalúrgico
donde Durruti trabajaba por aquella época.
Buenaventura ocupa el centro de la fotografía.
Está de pie. Mirada inquebrantable.
Mirada obrera. Mirada anarquista.
Viste con un mono claro.
Una gorra de paño le cubre la cabeza.
En su mano derecha sostiene un martillo.
La izquierda roza ligeramente el hombro izquierdo
de uno de sus compañeros.
La vida aún no le ha golpeado con toda su saña.
Pero ya empieza a prepararse para plantarle cara.
En la segunda fotografía,
tomada en la ciudad de Berlín,
han trascurrido trece años
y Durruti aparece acompañado por una mujer.
Se llama Emilienne Morin.
Es una joven libertaria francesa
a quien ha conocido unos meses antes
en la Librería Anarquista
de la calle de Prairies,
en el Distrito XX de Paris,
y cuyos destinos permanecerán unidos,
más allá, incluso, de la muerte.
Es extraño, pero es así.
Sobre el papel sepia,
un hombre y una mujer,
sentados en el tronco de un árbol,
en medio de una gran nevada.
Están abrazados,
como cualquier pareja de enamorados.
Es una imagen tierna,
que denota un amor férreo.
No hay ningún dato al respecto,
pero me da por pensar que ese día era domingo
y que la pareja está acompañada de otros amigos,
ácratas como ellos, fugitivos como ellos,
con quienes comparten la felicidad eterna
de ese instante congelado.
Nadie diría hoy, ochenta años después,
que ese hombre ha entrado
de manera clandestina en Alemania,
y que tiene en jaque a las policías de media Europa.
Nadie diría, viendo esa foto, que ese hombre,
es admirado por miles de obreros de todo el mundo.
Nadie diría que ese hombre está hecho de acero.
En la última fotografía,
un hombre de mediana edad,
piel tostada por el sol,
barba descuidada, cabello oscuro,
yace sin vida sobre un camastro blanco.
Un agujero de bala atraviesa
la parte izquierda de su pecho.
Dos columnas de sangre bajan,
irregulares, desde la herida
hacia la espalda.
Si no fuese por este detalle,
se podría pensar que este hombre duerme,
plácida, pacíficamente,
extenuado tras los duros combates
de los últimos días, y sueña, tal vez,
con un mundo nuevo
donde el hombre no sea un lobo para el hombre.
Pero este hombre está muerto.
Se adivina, en torno a él,
el nerviosismo trágico de los cirujanos,
la desolación afilada de los camaradas,
la tristeza aplastante de los amigos.
La ciudad es Madrid. El año, 1936.
El día, veinte de noviembre.
Durruti ha sido asesinado.
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