El hombre luce una inquietante sonrisa. La mujer, parapetada tras una humeante taza de té, le lanza fugaces, furtivas miradas. No es sólo la sonrisa. Son los ojos. Grandes, oscuros. Casi hipnóticos. El hombre de la sonrisa inquietante está en la barra, tomando un café. Ella, en cambio, está sentada sola en una mesa. Su intención era leer tranquilamente El País, pero ahora le resulta imposible concentrase. Nunca se ha acostado con otro hombre que no sea su marido. Pero hoy sabe que si ese hombre se acercara y le dijera “vamos a follar”, lo seguiría sin pensarlo un segundo. Son los ojos. Y la sonrisa.
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