Aquel día hacía un frío del copón. De hecho, no recordaba haber vivido otro día tan frío como aquel en los cincuenta y pico años de su vida. Era sábado. El primer sábado del mes de enero del año 2010. Así que no había tenido que ir a trabajar. Se había levantado sobre las ocho y media de la mañana y había preparado el desayuno. Café con leche, tostadas con aceite de oliva y un yogur natural sin azúcar, con un par de cucharaditas de miel. Más o menos lo que desayunaba todos los días, los festivos y los laborables, porque para el desayuno, al contrario que para otras muchas cosas, era un tío muy metódico. Nada más echar un pie al suelo se dio cuenta de que la temperatura era extremadamente baja. Los días previos habían sido muy, muy fríos, pero lo de hoy, pensó, es ya demasiado. Se asomó a la ventana del dormitorio y vio que una gran nevada cubría toda la calle, los coches, los árboles, los tejados de las casas. Así que se abrigó bien, como si fuese a salir. Sin embargo, no tenía intención de poner un pie fuera de su casa. Pasaría todo el día sentado en su mejor sillón, en el salón, frente a la chimenea, leyendo un buen libro. No veía mejor plan.
Se le ocurrió después de desayunar. Por una asociación de ideas difícil de explicar, se acordó de Pepe Carvalho, aquel detective privado que antes había sido agente de la CIA, comunista y romántico, amante de la gastronomía, gallego y catalán a partes iguales, gran amigo de otro catalán universal, el escritor Manolo Vázquez Montalbán, que en algún que otro libro, había narrado las desventuras de Carvalho por el mundo, que era tanto como decir por el Barrio Chino de Barcelona. Carvalho solía encender las chimeneas prendiéndole fuego a algún libro de los miles que dormían en su biblioteca. Estaba hasta los cojones de libros y había decidido que la mejor utilidad que podían ofrecerle a estas alturas de la vida, era esa, encender el fuego. Así que el hombre pensó que él, que también era un gran amante de los libros, se podría permitir, siquiera una vez en la vida, encender la chimenea valiéndose de algún libro. Lo difícil sería, sin duda, elegir uno.
Primero habría que resolver un tema en absoluto baladí. El género literario. Porque, estaba claro, no era lo mismo quemar una novela, un ensayo, un poemario o un libro de texto. Luego, habría que pensar si el libro elegido sería una traducción o un libro original. Y si era original, ¿en qué idioma? Porque el hombre estaba seguro de que no ardería igual un ejemplar de Ulises, de James Joyce en su idioma original, es decir, en inglés, que un ejemplar de Ulises, de James Joyce en la traducción al castellano de José María Valverde. Eso cualquiera lo sabía.
Estaba el hombre tratando de abrirse camino entre todas estas cuestiones cuando de repente lo vio con toda claridad. Ya lo tenía. Cómo no lo había pensado antes. Había perdido ya unos minutos preciosos dilucidando todas estas cuestiones y el libro estaba allí, en la estantería, esperando a ser devorado por las llamas, diciéndole a gritos, quémame, quémame.
Se levantó del sofá, el desayuno a medias, y se dirigió hasta la biblioteca. Recordaba perfectamente el estante exacto donde estaba el elegido. Allí continuaba desde que tres años antes lo abandonara. Lo había empezado tres veces y tres veces había tenido que dejar de leerlo. No consiguió superar más de cuarenta o cincuenta páginas. Los libros arden mal, del escritor gallego Manuel Rivas, ese era su título, editado por Santillana Ediciones Generales, S. L. en el año 2006. Un libro escrito en gallego pero traducido al castellano por Dolores VIlavedra, aunque la edición que el hombre tenía, la que había comprado y por la cual había pagado en torno a 25 euros, aquella que estaba a punto de ser pasto de las llamas, era del Círculo de Lectores. Sin duda, una buena edición, con tapa dura y sobrecubierta, algunas fotos e ilustraciones, y un bonito diseño. El hombre recordaba que con este libro hizo algo impensable con cualquier otra obra. Algo que jamás antes había hecho. Le concedió tres oportunidades. Incluso sacó otra versión de la Biblioteca Pública pensando que el problema estaba en la edición que él había comprado, en el tipo de letra (garamond) o el tamaño (punto 10). Hasta que no le quedó más remedio que aceptar la triste realidad. No podía con el libro porque era una puta mierda. Así de claro. Era una bazofia pretenciosa y aburrida, escrita sin sentimiento y sin chispa. Pretendía ser un homenaje a la gente de la cultura, sobre todo escritores y editores, durante la II República Española y, en opinión del hombre, no era más que un insulto a la memoria de estos hombres y mujeres, personas que tanto habían hecho por el progreso de este país, muchos de ellos pagando con su propia vida. Aquella gente se merecía algo mejor. La novela, por llamarla de alguna manera, era un subproducto típico de la factoría Alfaguara, la editorial del Grupo Prisa, donde se publicaba la peor literatura en castellano de todos los tiempos. Para colmo el hombre recordaba nítidamente que Los libros arden mal había acaparado premio tras premio aquella temporada. Pero aquello no le sorprendía. Los premios los otorgaban los mismos escritores de Alfaguara, los mismos que escribían sus artículos en El País, y salían en los programas de Canal+ y Cuatro. Como diría Tarantino, no paraban de chuparse las pollas los unos a los otros, aunque luego, a la espalda, se odiaban de una manera vehemente y cuasi enfermiza. Eso lo explicaba todo, porque lo que era la calidad literaria, brillaba por su ausencia. El hombre también recordaba que después de intentar leer este libro, había leído Braille para sordos, de José María Mijangos, y ¡ay!, aquello era harina de otro costal. Este sí que tenía chispa, estilo, clase. Una historia bien contada, mejor estructurada. Una obra genial que pasó completamente desapercibida para la crítica literaria (estas dos palabras juntas le daban ganas de vomitar, pensó) y que, ironías del destino, sólo unos pocos lectores con criterio pudieron degustar.
Así que el hombre abrió la puerta de la estantería, cogió el libro y se fue al salón, donde estaba la chimenea. Arrancó unas cuantas páginas, y las colocó estratégicamente entre los trozos de madera de olivo seca. Luego tomó un mechero entre los dedos y prendió una hoja, luego otras más, y otra más, y otra y otra… Y aquello empezó a arder. Y cuando ya había una llama más o menos esperanzadora, echó a la chimenea el resto del libro. Y este empezó a arder con una gran llama roja, chisporroteante, vivaz. Y el hombre se quedó allí mirando, como un niño, feliz por haber vengado la memoria republicana, pensando que hasta el título era una gran estafa al lector, porque al menos este libro, ardía de puta madre.
Se le ocurrió después de desayunar. Por una asociación de ideas difícil de explicar, se acordó de Pepe Carvalho, aquel detective privado que antes había sido agente de la CIA, comunista y romántico, amante de la gastronomía, gallego y catalán a partes iguales, gran amigo de otro catalán universal, el escritor Manolo Vázquez Montalbán, que en algún que otro libro, había narrado las desventuras de Carvalho por el mundo, que era tanto como decir por el Barrio Chino de Barcelona. Carvalho solía encender las chimeneas prendiéndole fuego a algún libro de los miles que dormían en su biblioteca. Estaba hasta los cojones de libros y había decidido que la mejor utilidad que podían ofrecerle a estas alturas de la vida, era esa, encender el fuego. Así que el hombre pensó que él, que también era un gran amante de los libros, se podría permitir, siquiera una vez en la vida, encender la chimenea valiéndose de algún libro. Lo difícil sería, sin duda, elegir uno.
Primero habría que resolver un tema en absoluto baladí. El género literario. Porque, estaba claro, no era lo mismo quemar una novela, un ensayo, un poemario o un libro de texto. Luego, habría que pensar si el libro elegido sería una traducción o un libro original. Y si era original, ¿en qué idioma? Porque el hombre estaba seguro de que no ardería igual un ejemplar de Ulises, de James Joyce en su idioma original, es decir, en inglés, que un ejemplar de Ulises, de James Joyce en la traducción al castellano de José María Valverde. Eso cualquiera lo sabía.
Estaba el hombre tratando de abrirse camino entre todas estas cuestiones cuando de repente lo vio con toda claridad. Ya lo tenía. Cómo no lo había pensado antes. Había perdido ya unos minutos preciosos dilucidando todas estas cuestiones y el libro estaba allí, en la estantería, esperando a ser devorado por las llamas, diciéndole a gritos, quémame, quémame.
Se levantó del sofá, el desayuno a medias, y se dirigió hasta la biblioteca. Recordaba perfectamente el estante exacto donde estaba el elegido. Allí continuaba desde que tres años antes lo abandonara. Lo había empezado tres veces y tres veces había tenido que dejar de leerlo. No consiguió superar más de cuarenta o cincuenta páginas. Los libros arden mal, del escritor gallego Manuel Rivas, ese era su título, editado por Santillana Ediciones Generales, S. L. en el año 2006. Un libro escrito en gallego pero traducido al castellano por Dolores VIlavedra, aunque la edición que el hombre tenía, la que había comprado y por la cual había pagado en torno a 25 euros, aquella que estaba a punto de ser pasto de las llamas, era del Círculo de Lectores. Sin duda, una buena edición, con tapa dura y sobrecubierta, algunas fotos e ilustraciones, y un bonito diseño. El hombre recordaba que con este libro hizo algo impensable con cualquier otra obra. Algo que jamás antes había hecho. Le concedió tres oportunidades. Incluso sacó otra versión de la Biblioteca Pública pensando que el problema estaba en la edición que él había comprado, en el tipo de letra (garamond) o el tamaño (punto 10). Hasta que no le quedó más remedio que aceptar la triste realidad. No podía con el libro porque era una puta mierda. Así de claro. Era una bazofia pretenciosa y aburrida, escrita sin sentimiento y sin chispa. Pretendía ser un homenaje a la gente de la cultura, sobre todo escritores y editores, durante la II República Española y, en opinión del hombre, no era más que un insulto a la memoria de estos hombres y mujeres, personas que tanto habían hecho por el progreso de este país, muchos de ellos pagando con su propia vida. Aquella gente se merecía algo mejor. La novela, por llamarla de alguna manera, era un subproducto típico de la factoría Alfaguara, la editorial del Grupo Prisa, donde se publicaba la peor literatura en castellano de todos los tiempos. Para colmo el hombre recordaba nítidamente que Los libros arden mal había acaparado premio tras premio aquella temporada. Pero aquello no le sorprendía. Los premios los otorgaban los mismos escritores de Alfaguara, los mismos que escribían sus artículos en El País, y salían en los programas de Canal+ y Cuatro. Como diría Tarantino, no paraban de chuparse las pollas los unos a los otros, aunque luego, a la espalda, se odiaban de una manera vehemente y cuasi enfermiza. Eso lo explicaba todo, porque lo que era la calidad literaria, brillaba por su ausencia. El hombre también recordaba que después de intentar leer este libro, había leído Braille para sordos, de José María Mijangos, y ¡ay!, aquello era harina de otro costal. Este sí que tenía chispa, estilo, clase. Una historia bien contada, mejor estructurada. Una obra genial que pasó completamente desapercibida para la crítica literaria (estas dos palabras juntas le daban ganas de vomitar, pensó) y que, ironías del destino, sólo unos pocos lectores con criterio pudieron degustar.
Así que el hombre abrió la puerta de la estantería, cogió el libro y se fue al salón, donde estaba la chimenea. Arrancó unas cuantas páginas, y las colocó estratégicamente entre los trozos de madera de olivo seca. Luego tomó un mechero entre los dedos y prendió una hoja, luego otras más, y otra más, y otra y otra… Y aquello empezó a arder. Y cuando ya había una llama más o menos esperanzadora, echó a la chimenea el resto del libro. Y este empezó a arder con una gran llama roja, chisporroteante, vivaz. Y el hombre se quedó allí mirando, como un niño, feliz por haber vengado la memoria republicana, pensando que hasta el título era una gran estafa al lector, porque al menos este libro, ardía de puta madre.
¡Joder, que buena idea!. Nunca he sido capaz de quemar un libro. Voy a pensarme a ver cual quemo, y os lo digo. ¿Encontraré alguno?
ResponderEliminarOtra cosa, ¿alguien ha tenido problemas para entrar en este blog, últimamente?. Yo no tengo ningún problema para hacerlo con Mozilla pero con Explorer no me deja. ¿Alguien tiene una respuesta?
Un frío del copón. Me recuerda Aguilar, yo también soy de allí. ¿Sabes lo de más frío que una espasnúa? Curiosa contracción.
ResponderEliminarMe gusta tu relato, la situación que recreas y la abolición de proclamas absurdas. Cómo no va a arder bien un libro¡ Aunque contradiga los más altos enunciados. Como diría Vicente Núñez, vanidad de vanidades.
Un saludo.
A mí me parece muy bien que los libros que nos disgustan se quemen, aunque sea metafóricamente. Me he reído leyendo este relato. es verdad que muchos escritores de Alfaguara tienen como un aura divina a su alrededor y la mayoría de ellos (y ellas, por supuesto)son, como diría Rafa, una mierda.
ResponderEliminarUn saludo a las lectoras y lectores de este blog