viernes, 17 de diciembre de 2010

Lluvia

Llueve. Desde hace días. Desde hace semanas. En realidad ya he perdido la cuenta de los días que lleva lloviendo. Llueve con una intensidad desmesurada. La lluvia cae con fuerza sobre el tajado de mi casa, produciendo un estruendo parecido al redoble de tambores en Semana Santa. Cae tan fuerte que a veces llego a sentir miedo. Los habitantes del pueblo estamos en estado de alerta constante. El río junto al que están construidas nuestras casas está a punto de desbordarse y sus aguas lo anegarán todo: campos, calles, viviendas. Nuestras vidas empapadas de agua y lodo. Llueve. De día y de noche. Sin tregua. Sin descanso. Es tal la cantidad de agua que ha caído en estas jornadas de lluvia continua que un acontecimiento tan nimio como salir a la calle a comprar el pan se ha vuelto una empresa heroica. Apenas nos quedan alimentos en casa para sobrevivir tres, a lo sumo cuatro días más. Después ya veremos qué hacemos. Los niños han dejado de ir a la escuela. Los obreros han abandonado sus puestos de trabajo. Las calles están desiertas. No se ven perros callejeros. No hay vehículos por la carretera. Ningún medio de transporte está operativo. Ni siquiera el antaño monótono sonido de las ambulancias se escucha durante estos días. El único sonido que llega a nuestros oídos es el de las gotas repiqueteando en las aceras, sobre el metal de los coches, en los tejados, en los árboles y en la hierba. Sólo lluvia. Gotas y más gotas de agua cayendo del cielo. Nubes oscuras sobres nuestras cabezas. No hay más. Sólo lluvia. Y sin embargo, todo me parece hermoso.

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