martes, 19 de octubre de 2010

Sequía

Llevaba más de tres semanas sin escribir una frase. Desde que se ganaba la vida con su escritura, de manera más o menos profesional —más mal que bien, todo había que decirlo— jamás había estado tanto tiempo sin escribir absolutamente nada. Ni un cuento, ni un artículo periodístico, ni tan siquiera un mal verso que llevarse a la impresora. En otras ocasiones de sequía creativa, la poesía siempre le había servido de tabla de salvación. Bastaba con escribir un buen verso para que el maleficio del bloqueo literario se desvaneciera como la niebla matinal. Como por arte de magia. Pero esta vez la cosa parecía diferente. Esta vez era incapaz de encontrar ese verso. Ni un maldito haiku. Joder, pensó, mira que si no vuelvo a escribir en mi puta vida. Tendría que volver a las clases de la universidad. Dios, como odio las putas clases, con todos esos zopencos drogadictos y subnormales pensando en el botellón. La sola idea de tener que volver a impartir clases de literatura norteamericana le aterraba. Estaba hasta las pelotas de Faulkner, de Hemingway, de Poe y de su puta madre. Sólo de pensar en Moby Dick se le revolvían las tripas y le entraban unas ganas terribles de cagar. Y prefería el suicido antes que volver a leer versos de Aullido o de La tierra baldía. Así que tomó papel y bolígrafo con la intención de desarrollar un buen argumento para escribir un relato corto decente. Nada. Sequía total. Después de una hora no había escrito ni una sola palabra. Es por el bolígrafo y el papel, dijo en voz alta, como si hablase con alguien, aunque estaba más solo que la una —desde que su mujer lo dejó por un tío más joven, más guapo y con la polla mucho más grande que la suya, su estado natural era la soledad). Así que cogió el ordenador portátil y se sentó delante de él. Seguro que con este chisme me relajo y lo consigo. Esperó unos minutos a que el ordenador se pusiera en marcha y abrió un documento de word. Escribió: El hombre se bajó del coche. Eran las tres de la tarde. Mierda. Mierda. Mierda. Y borró la frase. Empezó de nuevo: Los ojos de María eran del color de los caramelos de miel. Hostia puta, como siga así, acabaré escribiendo como Corín Tellado, pensó. Y así una y otra vez. Más de diez intentos. Basura. Sólo basura. Las frases que se le ocurrían apestaban. La sequía creativa que estaba padeciendo era mucho más seria de lo que había pensado en un primer momento. La dicotomía vital que se le planteaba estaba clara: literatura norteamericana en la facultad de filología o arrojarse a la vía del tren. Adolescentes pastilleros y borrachuzos o gusanos en un ataúd. De pronto lo vio todo claro. Escribiría un cuento sobre un escritor que sufre un bloqueo.
Llevaba más de tres semanas sin escribir una frase. Desde que se ganaba la vida con la escritura… tecleó en el ordenador. Y la cosa comenzó a fluir.

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