Escribo de noche, cuando todos duermen. Sólo el maullido, aquí y allá, de un gato callejero, rompe el sosiego de la noche tranquila. O los ladridos lejanos de un perro. A veces pasa un coche y deja en la oscuridad un rastro de humo y ruido. Las noches de lluvia, las gotas me regalan una sinfonía de notas minimalistas. Hay noches en las que busco refugio en la música. Siempre algo suave: Billie Holliday, Chet Baker, Aute, Bill Evans, Antonio Vega, viejos discos de blues. Música clásica. Otras noches prefiero el silencio. El silencio ejerce un gran magnetismo sobre la escritura. Algunos de los mejores versos que he escrito —si acaso he escrito alguno— han nacido del silencio. Me dejo envolver por él. Me acaricia. Me abandono a sus murmullos. Y lo mimo. Y como recompensa me premia con la alquimia de las palabras. Así, las metáforas y los símiles emergen de mundos ignotos, para acabar en un poema que he escrito yo.
Escribo de noche. Me siento frente a la hoja en blanco y me dejo llevar. Las palabras van ocupando el espacio, poco a poco, avanzando como soldados en el campo de batalla, tambaleándose, dispuestas para el combate. A veces, esas palabras ejercen sobre mi ánimo un efecto balsámico. Me tranquilizan. Me apaciguan. Me serenan. Otras veces, sin embargo, esas mismas palabras prenden en mí como un cóctel molotov, provocando pequeños incendios en el alma. Uno nunca sabe qué pasará con las palabras. Si tomarán un camino o el contrario. Si conducirán a la paz o a la guerra. Si serán de amor o de odio. Terapéuticas o cancerígenas. Lo que está claro es que la palabra jamás es inofensiva. Siempre hay un propósito detrás de cada palabra. Siempre. Aunque a veces se trate de ocultar y para ello se empleen trucos baratos de feriante. Hay noches en que esas palabras intentan, por todos los medios, volar solas. Buscan su camino, vagabundean, se mueven con libertad. Esas noches es difícil hacerlas entrar en razón. Creedme. No hay nada más terco que una palabra que va a su aire, sin dejarse someter, sin hacer caso a las señales, sin respetar las normas. Aunque luego el resultado es mucho más excitante.
Escribo de noche. A veces preparo café. El aroma del café se extiende por la habitación y ocupa cada rincón, cada recoveco de la estancia. El aroma del café me recuerda la felicidad. Algunos de los momentos más felices de mi vida están impregnados del olor del café recién hecho. Es por esto que me gusta preparar café, aunque la mayoría de las veces doy un par de sorbos y el café acaba frío en la taza. No siempre es así. En otras ocasiones tomo dos, tres tazas. Bien caliente. Y sin azúcar. Me gusta el sabor amargo del café. Me reconforta. Y me hace sentir bien. Al final, los pequeños detalles son los únicos que cuentan. Nos acordamos de un beso fugaz que dimos de madrugada. De una mirada que nos hizo estremecer. De una palabra que nos dolió como una puñalada en el estómago. Del sabor amargo de un café que tomamos una mañana de frío de cuando teníamos veinte años. Pequeños detalles. Sólo eso. Pequeños detalles.
Escribo de noche. A veces, el tiempo pasa despacio. Notas cómo los minutos se atascan. Son incapaces de avanzar. Se van agolpando, uno detrás de otro, sin posibilidad de seguir adelante. Se forman colas interminables de minutos, de segundos, de milésimas de segundo. Como automóviles en una autopista en hora punta. Entonces no existe ninguna posibilidad de movimiento. Todo se ralentiza. No hay avance posible. Esas noches son interminables. Eternas. Y no hay nada que pueda hacer para que el tiempo siga su curso. Así que lo mejor es aceptarlo. Y me resigno. Otras noches, sin embargo, las horas se escurren como la arena del desierto entre los dedos. Vuelan como pájaros luminosos. Se lanzan al vacío. Es como si el tiempo se comprimiera y las horas se travistieran de segundos. Esas noches se parecen a los sueños. Visto y no visto. Noches irreales, fragmentadas, crepusculares.
Noches de escritura.
Noches que escupen poesía.
Escribo de noche. Me siento frente a la hoja en blanco y me dejo llevar. Las palabras van ocupando el espacio, poco a poco, avanzando como soldados en el campo de batalla, tambaleándose, dispuestas para el combate. A veces, esas palabras ejercen sobre mi ánimo un efecto balsámico. Me tranquilizan. Me apaciguan. Me serenan. Otras veces, sin embargo, esas mismas palabras prenden en mí como un cóctel molotov, provocando pequeños incendios en el alma. Uno nunca sabe qué pasará con las palabras. Si tomarán un camino o el contrario. Si conducirán a la paz o a la guerra. Si serán de amor o de odio. Terapéuticas o cancerígenas. Lo que está claro es que la palabra jamás es inofensiva. Siempre hay un propósito detrás de cada palabra. Siempre. Aunque a veces se trate de ocultar y para ello se empleen trucos baratos de feriante. Hay noches en que esas palabras intentan, por todos los medios, volar solas. Buscan su camino, vagabundean, se mueven con libertad. Esas noches es difícil hacerlas entrar en razón. Creedme. No hay nada más terco que una palabra que va a su aire, sin dejarse someter, sin hacer caso a las señales, sin respetar las normas. Aunque luego el resultado es mucho más excitante.
Escribo de noche. A veces preparo café. El aroma del café se extiende por la habitación y ocupa cada rincón, cada recoveco de la estancia. El aroma del café me recuerda la felicidad. Algunos de los momentos más felices de mi vida están impregnados del olor del café recién hecho. Es por esto que me gusta preparar café, aunque la mayoría de las veces doy un par de sorbos y el café acaba frío en la taza. No siempre es así. En otras ocasiones tomo dos, tres tazas. Bien caliente. Y sin azúcar. Me gusta el sabor amargo del café. Me reconforta. Y me hace sentir bien. Al final, los pequeños detalles son los únicos que cuentan. Nos acordamos de un beso fugaz que dimos de madrugada. De una mirada que nos hizo estremecer. De una palabra que nos dolió como una puñalada en el estómago. Del sabor amargo de un café que tomamos una mañana de frío de cuando teníamos veinte años. Pequeños detalles. Sólo eso. Pequeños detalles.
Escribo de noche. A veces, el tiempo pasa despacio. Notas cómo los minutos se atascan. Son incapaces de avanzar. Se van agolpando, uno detrás de otro, sin posibilidad de seguir adelante. Se forman colas interminables de minutos, de segundos, de milésimas de segundo. Como automóviles en una autopista en hora punta. Entonces no existe ninguna posibilidad de movimiento. Todo se ralentiza. No hay avance posible. Esas noches son interminables. Eternas. Y no hay nada que pueda hacer para que el tiempo siga su curso. Así que lo mejor es aceptarlo. Y me resigno. Otras noches, sin embargo, las horas se escurren como la arena del desierto entre los dedos. Vuelan como pájaros luminosos. Se lanzan al vacío. Es como si el tiempo se comprimiera y las horas se travistieran de segundos. Esas noches se parecen a los sueños. Visto y no visto. Noches irreales, fragmentadas, crepusculares.
Noches de escritura.
Noches que escupen poesía.
Los que pueden actúan, y los que no pueden, y sufren por ello, escriben. William Faulkner
ResponderEliminarhttp://distopia451.blogspot.com/2010/09/blog-post.html
ResponderEliminarMinutos interminables gestando una idea en forma de palabras, soñar con una frase y no recordarla al despertar, tener necesidad de volcar toda tus inquietudes en unas cuantas letras.
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