Teníamos todo el tiempo del mundo para perder. Nada nos importaba. Nos sentíamos como reyes, como auténticos reyes, en libertad absoluta para hacer lo que nos diera la gana en cada instante. Y tal vez lo éramos. Nos levantábamos a mediodía. Nuestros desayunos eran interminables. Nos gustaba charlar de esto y aquello, y fumar un cigarrillo tras otro. A ella le encantaba reírse de todos sus ex. Yo contaba anécdotas de otras épocas de mi vida. Algunas conseguían arrancarle una carcajada. Mientras comíamos tostadas de mantequilla y mermelada de fresa o pastelitos de chocolate y bebíamos taza tras taza de café con leche, poníamos música. Buscábamos alguna emisora en la radio donde hubiera música clásica: Bach, Mozart, Beethoven. Disfrutábamos, más que con ningún otro, con la música desordenada y rompedora de Mahler. Si había suerte y encontrábamos algo del compositor checo, nos quedábamos allí quietos, sentados en el sofá o simplemente tirados por el suelo, sin decir una palabra. Nuestros cinco sentidos puestos en la música. También nos gustaban las canciones de Leonard Cohen. En alguna ocasión encontramos, por casualidad, alguna vieja canción del canadiense y bailábamos muy juntos, abrazados como niños. A veces salíamos a dar largos paseos por el campo. Mirábamos los pájaros volar. O simplemente nos sentábamos sobre la hierba mojada de algún rincón despoblado a aspirar el olor a naturaleza, a lluvia fresca, y nos dejábamos perder en nuestros propios pensamientos. O íbamos de compras. Algunos días comprábamos compulsivamente, como lo harían dos enfermos terminales. Recuerdo un día en que gastamos un montón de pasta en ropa interior para ella. Solíamos gastar sin preocuparnos del futuro. El dinero no importaba. Por primera vez en mi vida, el dinero no era el problema. O mejor dicho, por primera vez en mi vida, no había ningún problema. Por las noches, después de cenar, veíamos películas antiguas, en blanco y negro. Mucho cine negro: Al rojo vivo, Casablanca, El halcón Maltés, El último refugio, Tener y no tener, Enemigo público número uno, El cartero siempre llama dos veces… Las de Bogart y Cagney eran nuestras favoritas. Podíamos verlas una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Si ese día nos sentíamos con ganas de reír, elegíamos una comedia de la época dorada de Hollywood: La fiera de mi niña, Historias de Philadelphia, Bola de fuego, Ser o no ser y otras por el estilo. Nunca discutíamos. Algo completamente anormal, si tenemos en cuenta que, en mis anteriores relaciones, las discusiones eran tan cotidianas como ir al supermercado o hacer la colada. Pero no con ella. Con ella no hubo ninguna discusión en todo el tiempo que compartimos. Follábamos casi a diario. Éramos dos seres absolutamente lujuriosos. Me gustaba acariciarla largamente. Sin prisas. Prenderle fuego al tiempo. Dejarlo que se fuese consumiendo, poco a poco, hasta que sólo quedaran los rescoldos. Yo la amaba hasta el delirio. A veces, ella clavaba sus uñas en mi espada y me decía, con voz suave, hipnótica, apenas perceptible, que me quería. Yo jamás le dije a ella que también la quería. No me sentía con fuerzas para decirlo. O tal vez sea que no era capaz. Qué se le va a hacer. Siempre fui un cobarde. Después de corrernos nos quedábamos extenuados, y nos dormíamos, muy juntos, dos cuerpos sudorosos, desnudos, el cabello revuelto, la ropa tirada por el suelo. Al día siguiente volveríamos a tener todo el tiempo del mundo para perder. Ella y yo. Los dos juntos. Como reyes. Como auténticos reyes. Por primera vez en nuestras vidas. Y quién podría decirlo, tal vez por última.
UN SOLLOZO DEL FIN DEL MUNDO de MATÍAS ESCALERA CORDERO (fragmento I)
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… Tiene más que ver de lo que parece, querido Saúl; mucho más. Es verdad,
quedó viejo en seguida todo, pero les funcionó; justo cuando parecía que
...
Hace 20 horas
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