sábado, 4 de septiembre de 2010

¡Viva la tristeza!

A ella le gustaba estar triste. Parecía extraño, pero era así. Se sentía bien estando triste. ¿Por qué una tenía que estar siempre alegre? ¿Por qué había que lucir, a todas horas, una gran sonrisa en el rostro? De ahora en adelante estaría triste siempre que le viniera en gana. Se acabó la alegría fingida. Sería siempre ella misma y si a ella lo que le apetecía era estar triste, pues estaría triste. La tristeza era su estado natural y había decidido llevarla hasta sus últimas consecuencias. Disfrutaría con su tristeza. Le sacaría todo el partido posible. Iría a una tienda de discos y se compraría todos la discografía de Los Secretos y de Antonio Vega, y los escucharía hasta la extenuación, recreándose en los versos más desgarradores. Volvería a leer La Carretera hasta que las frases quedasen grabadas a fuego en su memoria y sólo iría al cine a ver melodramas lacrimógenos en los que al final siempre mueren los protagonistas. ¡Qué le den por culo a Woody Allen! Desde ese día, sólo tendría un grito de guerra: ¡Viva la tristeza!

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