A veces, cuando vuelvo del trabajo a mediodía, paso junto a una finca en la que pastan, ajenos al mundo, una manada de ocho o diez caballos. Son todos de color marrón, menos uno, que es blanco, moteado de pequeñas manchas negras. Son caballos adultos, pero hay dos potros que suelen estar mamando de las ubres de sus madres. Son hermosos y se les ve felices, corriendo en libertad por el campo.
Uno de esos días que volvía a casa después del trabajo, el único caballo blanco de la manada estaba en medio de la carretera, comiendo hierba seca de la cuneta. Detuve el coche delante de él, y se quedó mirándome. Esperé durante unos segundos a ver si se apartaba, pero el caballo seguía allí, de pie, mordisqueando aquí y allá, ignorando por completo aquel coche blanco que tenía ante sus narices. Así que no me quedó más remedio que parar el motor de mi coche y bajarme, despacio, para no asustarlo. Lo agarré de la cabeza con suavidad, casi con ternura, y comencé a hablarle con voz suave tratando de no asustarlo. Él seguía a lo suyo, sin inmutarse. Al final conseguí que volviera con el resto de los caballos y yo regresé al coche y continué mi camino de vuelta a casa.
Conduciendo, me acordé de un relato de Raymond Carver que había leído hacía unos cuantos años.
En el cuento de Carver es de madrugada y hay una gran niebla. El protagonista de la historia acaba de sufrir una crisis matrimonial y está sentado mirando el fuego crepitar en la chimenea. De repente oye un ruido en el jardín y al asomarse descubre unos cuantos caballos paseando junto a su coche, mordisqueando la hierba del jardín. La sorpresa del hombre es mayúscula. Así que decide despertar a su mujer para que admire el pequeño milagro de aquellos caballos correteando allí fuera.
En todo eso voy pensando, en Raymond Carver y en los caballos de su cuento, y en el caballo blanco que acabo de apartar de la calzada para poder pasar y en los potrillos que no se separan de sus madres. Y sigo conduciendo hasta mi casa con la esperanza de que mañana los caballos sigan pastando en aquella finca junto a la carretera.
Uno de esos días que volvía a casa después del trabajo, el único caballo blanco de la manada estaba en medio de la carretera, comiendo hierba seca de la cuneta. Detuve el coche delante de él, y se quedó mirándome. Esperé durante unos segundos a ver si se apartaba, pero el caballo seguía allí, de pie, mordisqueando aquí y allá, ignorando por completo aquel coche blanco que tenía ante sus narices. Así que no me quedó más remedio que parar el motor de mi coche y bajarme, despacio, para no asustarlo. Lo agarré de la cabeza con suavidad, casi con ternura, y comencé a hablarle con voz suave tratando de no asustarlo. Él seguía a lo suyo, sin inmutarse. Al final conseguí que volviera con el resto de los caballos y yo regresé al coche y continué mi camino de vuelta a casa.
Conduciendo, me acordé de un relato de Raymond Carver que había leído hacía unos cuantos años.
En el cuento de Carver es de madrugada y hay una gran niebla. El protagonista de la historia acaba de sufrir una crisis matrimonial y está sentado mirando el fuego crepitar en la chimenea. De repente oye un ruido en el jardín y al asomarse descubre unos cuantos caballos paseando junto a su coche, mordisqueando la hierba del jardín. La sorpresa del hombre es mayúscula. Así que decide despertar a su mujer para que admire el pequeño milagro de aquellos caballos correteando allí fuera.
En todo eso voy pensando, en Raymond Carver y en los caballos de su cuento, y en el caballo blanco que acabo de apartar de la calzada para poder pasar y en los potrillos que no se separan de sus madres. Y sigo conduciendo hasta mi casa con la esperanza de que mañana los caballos sigan pastando en aquella finca junto a la carretera.
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