Anoche soñé que llovía sangre, una gran tormenta de sangre, sangre a borbotones, mares de sangre. Grandes goterones cubrían el paisaje con un extenso manto de color rojo. Todo se teñía de ese color: los coches, los árboles y las flores, los tejados, los aparcamientos, las pistas polideportivas, las autovías, las estaciones del tren, los perros callejeros y los vendedores de periódicos. Todo rojo. Era un espectáculo de una belleza inusitada, extraña, violenta, psicodélica. Las gotas que caían del cielo tenían una temperatura difícil de explicar: se antojaban cálidas, pero estaban frías como el hielo. También su textura resultaba extraordinaria: al tocar aquella lluvia con los dedos, uno no era capaz de relacionarla con nada conocido anteriormente por el ser humano. Al despertar, me asomé a la ventana a respirar un poco de aire fresco y vi que el cielo se estaba transformando en una gran sábana de terciopelo rojo.
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