Que Edgar Neville (Madrid, 28 de diciembre de 1999/Madrid, 23 de abril de 1967) fue uno de los pioneros de la industria cinematográfica española es algo que está fuera de toda duda, cuando nos referimos a su faceta como director de cine. Lo que quizá no esté tan claro para muchos cinéfilos, es que también fue pionero al establecer una fecunda y próspera relación entre dos mundos tan, a priori, distantes como son el del cine y el de la literatura, y que esta relación fue llevada hasta extremos que hoy nos resultan sorprendentes.
Desde su juventud, Edgar Neville mostró un gran interés por el arte, en general, y por la literatura, en particular. El origen de este interés lo podemos hallar en el hecho de que en el primer tercio del siglo XX, se asentaron en Madrid numerosos escritores, pintores y pensadores, y se creó un caldo de cultivo intelectual al cual era muy difícil escapar.
Siendo prácticamente un adolescente, Neville escribe una obra teatral titulada La vía láctea, que pasó por los escenarios madrileños con más pena que gloria. A partir de ese momento, nunca dejaría de escribir: novelas, crónicas de guerra, relatos cortos, poesía y, sobre todo, obras de teatro. A lo largo de su vida colaboró en revistas humorísticas como La codorniz o Buen Humor; diarios como El Sol, La Época o ABC, e incluso la mismísima Revista de Occidente, de Ortega y Gasset.
El escritor granadino José López Rubio, en su discurso de ingreso en la RAE en 1983, acuñó el término “La otra Generación del 27” para referirse a un grupo de escritores contemporáneos de los miembros de la Generación del 27 (los Alberti, Lorca, Altolaguirre, Guillén, Cernuda, Prados, etc), entre los que se contaban Miguel Mihura, Antonio de Lara, Jardiel Poncela, el propio López Rubio y, cómo no, Edgar Neville. Como característica principal del grupo, López Rubio destacaba la utilización del humor, colindante con las vanguardias, que tantos discípulos ha dado posteriormente, no sólo en el cine sino también en la literatura de nuestro país. Pensamos, por ejemplo, en Luis García Berlanga, Rafael Azcona, Pedro Almodóvar, Álex de la Iglesia, por referirnos sólo al ámbito cinematográfico. Como ejemplo de ese humor, José María Torrijos hace referencia a un relato de Neville aparecido en la revista Gutiérrez, “sobre la vaca María Emilia, que se enamora de un inspector de Hacienda.”
La obra literaria de Neville está integrada por novelas, como Don Clorato de Potasa (1929) o La Familia Mínguez (1946); relatos cortos y artículos de prensa, recopilados en volúmenes como Eva y Adán (1926), Música de fondo (1936), Frente de Madrid (1946), Torito Bravo (1955) y Producciones García S.A. (1956). En toda su prosa se puede rastrear con facilidad la influencia de las Greguerías de Ramón Gómez de la Serna, a quien Neville consideraba su maestro, tanto desde el punto de vista intelectual, como del vital. Así mismo, es fácil encontrar influencias del surrealismo.
Neville también cultivó el género poético, creando una poesía en la que se oyen ecos de un modernismo tardío, en la línea de Manuel Machado y Campoamor. Sus poemas son, principalmente, poemas amorosos, retratos de personajes famosos de su época, tales como Lorca, Ortega, Belmonte, la Argentinita, etc. No obstante, el género literario en el que Edgar Neville destaca poderosamente es el teatro. Desde su primer estreno en un teatro comercial en el año 1934, titulado Margarita y los hombres, Neville nunca dejaría de escribir y estrenar, sobre todo en la década de los cincuenta y sesenta. Obras como La niña de la calle del Arenal (1953), Adelita (1955) o La extraña noche de bodas (1963) pasaron, con mayor o menor fortuna, por los escenarios madrileños y por los de otras ciudades españolas.
Sin embargo, las dos obras teatrales que representan el clímax en la carrera de Neville son El baile (1952) y La vida en un hilo (1959). Estas dos obras de teatro también conocieron versiones cinematográficas. Bastante curioso es el caso de La vida en un hilo, que nació como guión para el cine en 1945, siendo un fracaso comercial estrepitoso y, sin embargo, cuando su autor decidió transformarla en obra teatral, consiguió el éxito que se le había negado a la película en el momento de su estreno, haciendo justicia a una historia hermosa y divertida y, posiblemente, la mejor salida de la pluma de su autor. Sin duda, eran otros tiempos.
La vida en un hilo trata de lo que pudo haber sido y no fue, de la influencia que tiene el azar en nuestras vidas, de cómo éstas pueden variar simplemente por elegir a un compañero de taxi o a otro en un momento determinado, y de cómo un acontecimiento tan nimio puede llegar a determinar la felicidad futura.
También fue Neville pionero en tomar prestados textos ajenos para realizar sus películas. Curiosamente, todas las adaptaciones que llevó a cabo como director de cine fueron de obras literarias contemporáneas, dejando a un lado los clásicos, que se ajustaban menos a sus gustos. Entre las más importantes destacan El malvado Carabel, de Wenceslao Fernández Flores; La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches (esta obra conocería años más tarde una segunda adaptación realizada por Juan Antonio Barden con el título de Calle Mayor); Santa Rogelia, de Palacios Valdés; La torre de los siete jorobados, de Emilio Carrerre o Nada, de Carmen Laforet, famosa novela que se alzó con el primer Premio Nadal de Literatura, en la que se narran las peripecias de una estudiante recién llegada a la Barcelona de posguerra dentro de una familia nada convencional, y cuya adaptación corrió a cargo de Conchita Montes, el gran amor de Neville durante toda su vida.
Así pues, Edgar Neville compaginó a lo largo de su carrera artística su gran pasión por el cine y por la literatura, sin dejar de lado ninguna de las dos. No me gustaría acabar sin citar unas palabras del director de cine Pedro Almodóvar que, en mi opinión, valoran en su justa medida la obra no sólo de Neville, sino de los demás componentes de “la otra Generación del 27”: “Y no debo olvidarme de una generación que me deslumbran cómo escriben, cómo viven, cómo hacen cine y cómo se divierten, que es una generación extravagante que no se vuelve a dar en España: la de los Neville, Poncela, Mihura, Tono... Me parece una generación inaudita para la España de su tiempo.”
Desde su juventud, Edgar Neville mostró un gran interés por el arte, en general, y por la literatura, en particular. El origen de este interés lo podemos hallar en el hecho de que en el primer tercio del siglo XX, se asentaron en Madrid numerosos escritores, pintores y pensadores, y se creó un caldo de cultivo intelectual al cual era muy difícil escapar.
Siendo prácticamente un adolescente, Neville escribe una obra teatral titulada La vía láctea, que pasó por los escenarios madrileños con más pena que gloria. A partir de ese momento, nunca dejaría de escribir: novelas, crónicas de guerra, relatos cortos, poesía y, sobre todo, obras de teatro. A lo largo de su vida colaboró en revistas humorísticas como La codorniz o Buen Humor; diarios como El Sol, La Época o ABC, e incluso la mismísima Revista de Occidente, de Ortega y Gasset.
El escritor granadino José López Rubio, en su discurso de ingreso en la RAE en 1983, acuñó el término “La otra Generación del 27” para referirse a un grupo de escritores contemporáneos de los miembros de la Generación del 27 (los Alberti, Lorca, Altolaguirre, Guillén, Cernuda, Prados, etc), entre los que se contaban Miguel Mihura, Antonio de Lara, Jardiel Poncela, el propio López Rubio y, cómo no, Edgar Neville. Como característica principal del grupo, López Rubio destacaba la utilización del humor, colindante con las vanguardias, que tantos discípulos ha dado posteriormente, no sólo en el cine sino también en la literatura de nuestro país. Pensamos, por ejemplo, en Luis García Berlanga, Rafael Azcona, Pedro Almodóvar, Álex de la Iglesia, por referirnos sólo al ámbito cinematográfico. Como ejemplo de ese humor, José María Torrijos hace referencia a un relato de Neville aparecido en la revista Gutiérrez, “sobre la vaca María Emilia, que se enamora de un inspector de Hacienda.”
La obra literaria de Neville está integrada por novelas, como Don Clorato de Potasa (1929) o La Familia Mínguez (1946); relatos cortos y artículos de prensa, recopilados en volúmenes como Eva y Adán (1926), Música de fondo (1936), Frente de Madrid (1946), Torito Bravo (1955) y Producciones García S.A. (1956). En toda su prosa se puede rastrear con facilidad la influencia de las Greguerías de Ramón Gómez de la Serna, a quien Neville consideraba su maestro, tanto desde el punto de vista intelectual, como del vital. Así mismo, es fácil encontrar influencias del surrealismo.
Neville también cultivó el género poético, creando una poesía en la que se oyen ecos de un modernismo tardío, en la línea de Manuel Machado y Campoamor. Sus poemas son, principalmente, poemas amorosos, retratos de personajes famosos de su época, tales como Lorca, Ortega, Belmonte, la Argentinita, etc. No obstante, el género literario en el que Edgar Neville destaca poderosamente es el teatro. Desde su primer estreno en un teatro comercial en el año 1934, titulado Margarita y los hombres, Neville nunca dejaría de escribir y estrenar, sobre todo en la década de los cincuenta y sesenta. Obras como La niña de la calle del Arenal (1953), Adelita (1955) o La extraña noche de bodas (1963) pasaron, con mayor o menor fortuna, por los escenarios madrileños y por los de otras ciudades españolas.
Sin embargo, las dos obras teatrales que representan el clímax en la carrera de Neville son El baile (1952) y La vida en un hilo (1959). Estas dos obras de teatro también conocieron versiones cinematográficas. Bastante curioso es el caso de La vida en un hilo, que nació como guión para el cine en 1945, siendo un fracaso comercial estrepitoso y, sin embargo, cuando su autor decidió transformarla en obra teatral, consiguió el éxito que se le había negado a la película en el momento de su estreno, haciendo justicia a una historia hermosa y divertida y, posiblemente, la mejor salida de la pluma de su autor. Sin duda, eran otros tiempos.
La vida en un hilo trata de lo que pudo haber sido y no fue, de la influencia que tiene el azar en nuestras vidas, de cómo éstas pueden variar simplemente por elegir a un compañero de taxi o a otro en un momento determinado, y de cómo un acontecimiento tan nimio puede llegar a determinar la felicidad futura.
También fue Neville pionero en tomar prestados textos ajenos para realizar sus películas. Curiosamente, todas las adaptaciones que llevó a cabo como director de cine fueron de obras literarias contemporáneas, dejando a un lado los clásicos, que se ajustaban menos a sus gustos. Entre las más importantes destacan El malvado Carabel, de Wenceslao Fernández Flores; La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches (esta obra conocería años más tarde una segunda adaptación realizada por Juan Antonio Barden con el título de Calle Mayor); Santa Rogelia, de Palacios Valdés; La torre de los siete jorobados, de Emilio Carrerre o Nada, de Carmen Laforet, famosa novela que se alzó con el primer Premio Nadal de Literatura, en la que se narran las peripecias de una estudiante recién llegada a la Barcelona de posguerra dentro de una familia nada convencional, y cuya adaptación corrió a cargo de Conchita Montes, el gran amor de Neville durante toda su vida.
Así pues, Edgar Neville compaginó a lo largo de su carrera artística su gran pasión por el cine y por la literatura, sin dejar de lado ninguna de las dos. No me gustaría acabar sin citar unas palabras del director de cine Pedro Almodóvar que, en mi opinión, valoran en su justa medida la obra no sólo de Neville, sino de los demás componentes de “la otra Generación del 27”: “Y no debo olvidarme de una generación que me deslumbran cómo escriben, cómo viven, cómo hacen cine y cómo se divierten, que es una generación extravagante que no se vuelve a dar en España: la de los Neville, Poncela, Mihura, Tono... Me parece una generación inaudita para la España de su tiempo.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.