Los niños son la esperanza del mundo
José Martí
Teníamos once o doce años
y nos reuníamos por las tardes
a jugar en la calle.
Era casi el final del otoño,
cuando los días se acortan
drásticamente y el tiempo
empieza a mudar de piel.
Un perro de raza indefinida,
de color negro y manchas blancas,
y con unos ojos repletos de miedo,
llevaba tres o cuatro días
deambulando por el barrio.
Seguramente había sido abandonado
por sus dueños al irse de vacaciones.
Estaba completamente escuálido.
Lo llamamos y le ofrecimos un pedazo
de bocata de salchichón.
El animal miraba agradecido
mientras engullía la comida.
Le pusimos en el cuello
un trozo de cuerda que alguno
de nosotros había encontrado
tirado en la basura.
Nos fuimos al descampado
que había detrás de las casas,
donde jugábamos al fútbol.
Alguien le dio una patada fuerte,
luego otra y otra y otra y otra más, y muchas más.
El pobre animal no se quejaba.
Bueno, algún quejido, pero poca cosa.
Se notaba que estaba acostumbrado
a que la vida lo maltratase.
Entonces alguno de nosotros,
no importa quien, dijo:
Me cago en la hostia. Es duro el hijoputa.
Y alguien, no importa quien, sugirió
que sería una buena idea ahorcarlo.
Fuimos hasta una de las porterías
y pasamos la cuerda por el palo
que hacía las veces de travesaño.
Creíamos que el palo no resistiría,
que se rompería sin remedio
o que la cuerda se partiría.
Lo colgamos y esperamos allí,
de pie, en absoluto silencio,
con los ojos como platos,
como si aquello fuese la mejor
película de la historia del cine,
hasta que el perro dejó de respirar.
Luego volvimos a nuestras casas.
Hacía un poco de frío
y ya era casi de noche.
Al día siguiente teníamos
que ir a la escuela.
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