Había preparado café, bien cargado, como a ella realmente le gustaba. Sirvió una taza grande, de color verde y le añadió un poco de leche desnatada. Nada de azúcar. Hacía más de veinte años que siempre tomaba el café sin azúcar, experimentado una sensación extraña en el primer sorbo, para luego paladearlo lentamente, sorbito a sorbito. Hacía unos minutos que se había dado una ducha caliente y llevaba puesto un pijama de color naranja sobre las braguitas y el sujetador de color negro. Se descalzó y después se sentó en el sofá y tomó el bolígrafo entre sus dedos. Abrió el cuaderno rojo. Empezó a escribir: "¿Qué música sonaba el último día? Yo sólo escuchaba su respiración entrecortada y profunda, sus suspiros, sus susurros, el palpitar de su corazón cuando apoyaba mi cabeza sobre su pecho, las gotas de lluvia sobre los cristales." Se detuvo un instante y bebió un pequeño sorbo de café. Releyó las frases que acababa de anotar. Sí. Le gustaban. Continuó escribiendo: "Ahora sé por qué nunca hago el amor con música. Me distrae para oír sus sentimientos, para oler el sudor de su piel, para sentir el recorrido de sus manos." Lo releyó todo otra vez. Se sentía extraña escribiendo aquello. Tomó entre sus manos la taza y volvió a beber. Sintió la misma extraña emoción que sentía últimamente cada vez que pensaba en aquel hombre, en sus ojos, en sus tonterías, en el movimiento de sus manos. Y escribió una última frase antes de cerrar el cuaderno rojo y apurar de un solo trago la taza de café: "La vida está hecha de pequeñas transgresiones."
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