sábado, 22 de agosto de 2009

Un reproche inexpresado: Breve semblanza de Vicente Núñez

A Vicente Núñez, in memoriam

“En el silencio de tu muerte

Hay un reproche inexpresado”

Boris Pasternak

Yo nunca hablé con Vicente Núñez. Nos cruzamos por las calles de nuestro pueblo decenas de veces. Lo vi, con bastante frecuencia, escribiendo en El Tuta, o bajándose —sólo una vez— de un coche con su amiga Carmen Romero. Leí sus poemas en las calurosas tardes de Aguilar, sus Sofismas para el Diario Córdoba, sus entrevistas en El País. Disfruté de sus escasas apariciones televisivas con Jesús Quintero. Pero nunca crucé una palabra con él.

Con motivo de la publicación de mi primer poemario, Los poemas del frío, en cuya presentación participaba una gran amiga y admiradora suya, la poeta María Rosal, le envié mediante un amigo común, una invitación para dicho acto. Esa misma tarde, por medio de otro amigo común, Vicente se disculpó alegando no encontrarse demasiado bien de salud. Le hice llegar un libro en el que escribí la siguiente dedicatoria: “Con mi admiración y respeto, para el maestro.” Tampoco he sabido nunca, y es una duda que a veces me intriga, qué opinión le merecieron mis versos, tan distintos de los suyos, tan alejada su poética de la mía, tan diametralmente opuestas nuestras formas de entender el mundo.

Algunos meses más tarde, en la ciudad de Córdoba se celebraba la Feria del Libro y fui invitado para dar a conocer mis poemas. El poeta que me acompañaba aquella espléndida tarde de abril, Pablo García Casado, habló de la poesía que se hacía en Córdoba, y también lo hizo, cómo no, de la figura de Vicente Núñez. En ese momento fui realmente consciente de la importancia que el autor de Los días terrestres tenía en la lírica cordobesa, y por extensión, en la que se escribe en toda Andalucía.

En abril de ese mismo año, y cuando ya estaba bastante enfermo, se le rindió un merecidísimo homenaje en Aguilar. Aunque me habían invitado, por motivos ajenos a mi voluntad, me resultó imposible asistir. Parecía como si el Destino no tuviese a bien permitir que nos conociésemos.

Con frecuencia, algunos amigos, sabiendo de mi pasión por la poesía y de mi condición de filólogo, me han preguntado cuál era, en mi opinión, el sitio que le correspondía a Vicente Núñez en el Olimpo de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. Mi respuesta siempre ha sido la misma: merece un lugar de privilegio en la poesía que se ha escrito en Castellano durante el siglo pasado.

Autor de culto, ajeno a modas y fanfarrias publicitarias, heterodoxo e incluso, para una parte de la crítica, colindante con el malditismo. Yo me resisto a creer que fuera un maldito. Quiero pensar que más bien estaba por encima de lo que, de manera tan miserable, se ha dado en llamar la Popularidad, ese monstruo de tres cabezas que devora y deforma todo a su paso. Fiel a su modus vivendi hasta el último instante, eligió vivir en Aguilar de la Frontera —su mítica Poley—, apartarse de los cenáculos literarios, mantenerse impasible ante los cantos de sirena que lo llamaban desde Málaga, Sevilla o Madrid. Eligió la poesía —o tal vez fue al revés, quién sabe— en una época en la que escribir poemas es poco más o menos que luchar contra los molinos de viento.

De la docena de poemarios que publicó, mi favorito es Ocaso en Poley, de 1982, libro por el cual se le concedió el Premio de la Crítica de ese mismo año. Y de los cuarenta y siete poemas que componen la obra, me quedo, sin lugar a dudas, con esos poemas breves, directos, que en palabras de Guillermo Carnero, “actúan gracias a la densidad de la concisión y el poder evocador de la sugerencia”. Me estoy refiriendo a poemas como “Del amor”, “Fracaso”, “Una carta” o “Todo en tu amor dolíame”. No obstante, de todos los poemas que escribió, el que más me gusta, es ese soneto sublime que tituló “La limosna”, que cerraba Ocaso en Poley, y que no me resisto a reproducir aquí:

LA LIMOSNA

Una noche de invierno, de tantas en la vida,
sintiéndome el más pobre de los pobres del mundo,
me arrojé por las calles en busca de sustento
mientras la lluvia hería mi rostro como un látigo.
Como pude, arrastrándome en aquel torbellino
de vértigo y de frío, logré alcanzar su casa.
Llamé con la ternura que precede a la muerte;
besé, con el helor que en mis labios traía,
aquellos aldabones que yo soñé imposibles.
Salieron a la puerta tus hijos, como rosas
en el trono encendido del hogar que vibraba.
Yo no sé qué limosna pedí ni con qué harapos
quise ocultar mi fiebre, mi amor y mi miseria.
Del fondo de la casa, del fondo de la vida,
sentí su voz decirme, mientras agonizaba
mi corazón: perdone. Por Dios, perdone, hermano.

En “Vicente Núñez o el reino de este mundo”, el prólogo que Carnero escribió para su Poesía (Diputación Provincial de Córdoba, 1988 y 1995), se le definía como “un poeta de léxico escogido y precioso, sin caer en la retórica de las ornamentaciones ni en la búsqueda sistemática de lo insólito”. Y Abel Feu, en Panorama de la poesía andaluza desde la posguerra hasta la actualidad (CEC, Junta de Andalucía, 1999), nos lo muestra como “una figura destacada y admirada por los jóvenes, un poeta puro que vive y escribe su obra en su pueblo y que es una referencia inexcusable en la poesía de su generación.”

A mí, que siento cierta aversión hacia las etiquetas literarias, me gusta pensar en él tan sólo como un Poeta, es decir, una persona dotada de una sensibilidad especial para jugar con el significado de las palabras, con la retórica, con los sentimientos. Una persona que dispone de un don único para provocar en sus lectores pasiones vehementes, una persona que ve pasar ante sus ojos la vida, la capta, la aprehende y luego, nos la devuelve servida en bandeja de plata. Eso era, en mi modesta opinión, Vicente Núñez.

(Este artículo fue publicado con anterioridad en la revista digital Granada, ciudad poética, que dirigía mi amigo Ventura Camacho.)

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