Hace dos años, la primavera trajo a
este país aires de libertad que hacía mucho tiempo no se dejaban sentir.
Todo empezó en la Puerta del Sol de Madrid, donde un numeroso grupo de
mujeres y hombres se juntaron para gritarles a los políticos, a los que
estaban en el gobierno en ese momento, pero también a los de la
oposición, que ya estaba bien, que estaban completamente hartos de que
los mangonearan, hartos de que los trataran como productos de usar y
tirar, hartos de que la democracia fuese sólo ir a meter una papeleta en
una urna cada cuatro años. Eran las indignadas y los indignados.
En tan solo unas horas la mecha de la
revuelta se extendió por todo el país: las plazas y las calles de
Barcelona, de Valencia, de Donosti, de Sevilla o de Vigo fueron tomadas
por gente de todas las edades y condiciones, de diversas ideologías,
creyentes y ateos, trabajadores y parados, hombres y mujeres, jóvenes y
viejos. Nada de eso importaba. Lo único importante era sentir que las
cosas podían cambiar, que lo que nos habían vendido hasta ese momento,
ya no nos servía, que no estábamos dispuestos a pagar los platos que
otros habían roto, ya que nosotros ni siquiera habíamos sido invitados a
la fiesta.
La gente decidió organizarse, acampar,
debatir, escuchar y ser escuchado, plantar cara al capitalismo salvaje
que devora a las personas y las despoja de lo más esencial. Durante
estos dos años de lucha ininterrumpida y pacífica, hemos descubierto que
sí se puede, claro que se puede. Las cosas pueden cambiar, y de hecho
cambian. Muchos de aquellos eslóganes que se gritaban por las plazas
hace dos años, hoy están más cerca de ser reales. En estos dos años,
hemos parado desahucios, le hemos enseñado los dientes a los bancos y a
los banqueros, y se ha conseguido que haya más control para restringir
sus usos y abusos. Por poner un ejemplo palpable de las metas
conseguidas: En la actualidad se está elaborando una Ley de
transparencia política que hace dos años era impensable. Pero sin duda,
lo más importante de todo es que la gente ha perdido el miedo, a salir a
la calle, a reivindicar los espacios públicos, a la autoorganización, a
pedir más y mejor democracia. Se ha conseguido que la apatía y la
insolidaridad queden al margen, que la gente se implique un poco más,
mujeres y hombres a los que hasta hace bien poco no se les pasaba por la
imaginación protestar por nada, y ya se sabe, cuando el pueblo hace
esto, cualquier cosa es posible. Pero hay que seguir en la lucha, en el
día a día, más unidos que nunca. Hay tantas cosas por cambiar que sería
imposible enumerarlas todas. No es este el momento de darnos palmaditas
en la espalda. Es, más bien, hora de seguir luchando, contra los
desahucios, contra el paro, contra el hambre, contra los políticos
deshonestos y viles que gobiernan de espaldas al pueblo y a golpe de
recorte contra el estado de bienestar. Porque ya lo dice aquel viejo
grito revolucionario: El pueblo unido, jamás será vencido.
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