Habían pasado casi doce años desde la última vez que se vieron. Aquel día había resultado demoledor. Como un tsunami. Ella le contó que ya no lo quería. Que había conocido a otro chico. Que era holandés. Que había decidido seguirlo hasta Amsterdam. Que su relación de casi veinte años estaba en un callejón sin salida. Él lo recordaba todo perfectamente. También sus propias lágrimas, sus súplicas reiteradas, sus promesas de amor eterno. Pero no hubo piedad. Nunca la hay en casos como este. En realidad es como debe ser. Sin piedad. Eso lo pensaba ahora. Casi doce años después. Pero aquel día lloró como un niño chico.
Durante estos años, él había seguido sus pasos por la prensa. Ella era una escritora de éxito. Lo había conseguido. Él aún recordaba cuando eran jóvenes y tenían un sueño común: convertirse en escritores. Ahora, después de todos estos años, ella era escritora. Él no. Siempre había sido consciente de su mediocridad, de su falta de talento, de su carencia de ambición. Así que pronto dejó de intentarlo. No quería perder el tiempo.
Ahora, casi doce años después, estaba en el aeropuerto esperándola. Había recibido un correo electrónico hacía una semana. Lo escribía ella. Le contaba que volvía a España. Que sólo serían unos días. Un par de lecturas en Madrid y Barcelona. Una conferencia en Granada. También le decía que quería volver a verlo. Que después de tanto tiempo, a lo mejor había llegado el momento de sentarse juntos, frente a frente, y hablar sin rencores, sin tapujos, en absoluta libertad.
Y ahora, doce años después, él estaba allí sentado, los auriculares puestos, escuchando un disco de los Joy Division, esperando para reencontrarse con su pasado. Cuando se abrió la puerta y la vio aparecer, se levantó de su asiento y se dirigió hacia ella. Se miraron un momento. Una décima de segundo. No más. Y se abrazaron. Sin palabras. Un abrazo que abarcaba una ausencia de una docena de años. Y los dos se quedaron allí de pie, aferrados al cuerpo del otro, abrazados en silencio, mientras la gente pasaba junto a ellos, ajenos por completo al bullicio del aeropuerto.
Durante estos años, él había seguido sus pasos por la prensa. Ella era una escritora de éxito. Lo había conseguido. Él aún recordaba cuando eran jóvenes y tenían un sueño común: convertirse en escritores. Ahora, después de todos estos años, ella era escritora. Él no. Siempre había sido consciente de su mediocridad, de su falta de talento, de su carencia de ambición. Así que pronto dejó de intentarlo. No quería perder el tiempo.
Ahora, casi doce años después, estaba en el aeropuerto esperándola. Había recibido un correo electrónico hacía una semana. Lo escribía ella. Le contaba que volvía a España. Que sólo serían unos días. Un par de lecturas en Madrid y Barcelona. Una conferencia en Granada. También le decía que quería volver a verlo. Que después de tanto tiempo, a lo mejor había llegado el momento de sentarse juntos, frente a frente, y hablar sin rencores, sin tapujos, en absoluta libertad.
Y ahora, doce años después, él estaba allí sentado, los auriculares puestos, escuchando un disco de los Joy Division, esperando para reencontrarse con su pasado. Cuando se abrió la puerta y la vio aparecer, se levantó de su asiento y se dirigió hacia ella. Se miraron un momento. Una décima de segundo. No más. Y se abrazaron. Sin palabras. Un abrazo que abarcaba una ausencia de una docena de años. Y los dos se quedaron allí de pie, aferrados al cuerpo del otro, abrazados en silencio, mientras la gente pasaba junto a ellos, ajenos por completo al bullicio del aeropuerto.
Que disco de Joy Division escuchaba?
ResponderEliminarCloser, por supuesto.
ResponderEliminarHay un abrazo precioso en alfileresdeluz.
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