La mañana del día 7 de enero de 1775 amaneció nevando en la ciudad de Granada. Esa mañana, Dulce Nombre de María de la Santísima Trinidad Díaz-Rodríguez de Bobadilla y Benavides, una hermosa joven de quince años, hija y nieta de una aristocrática familia formada exclusivamente por cristianos viejos, se despertó asustada, sudando, a pesar de las bajas temperaturas, pues no tenía por costumbre recordar los sueños nocturnos:
–Yo no sueño–, solía decir de manera tajante, si alguien le preguntaba qué había soñado tal o cual noche.
Y aquella mañana, en contra de lo que era su costumbre, Dulce Nombre de María recordaba todo lo que había soñado: podía ver cada imagen con una precisión tal que se asustaba; podía oír cada palabra, cada nota musical, cada sonido, por extraño que éste fuese, como si aún estuviese dormida; era capaz de repetir de memoria cada uno de los nombres de los desconocidos que anduvieron por su sueño.
Para ella todo esto resultaba difícil de digerir. Tanto que decidió no contárselo a nadie, ni a su madre, ni a su criada, ni por supuesto, a ninguna de sus amigas. Pensó que lo mejor era tratar de olvidarlo, pues estaba segura de que todo se debía a la opípara cena de Reyes a la que había asistido, junto con sus padres, en casa de un rico comerciante granadino.
A la mañana siguiente, todo volvió a ser como siempre: Dulce Nombre de María despertó sin recordar nada de lo que había soñado. Lo mismo ocurrió al otro día. Y al otro, y así sucesivamente.
Cuando ya había transcurrido más de un mes –treinta y ocho días para ser exactos– desde aquella terrible mañana de enero y la hermosa joven pensaba, confiada, que ya no se repetiría, Dulce Nombre de María se volvió a despertar aterrorizada. La criada que la ayudó aquella mañana con el aseo personal y con la ropa, y le sirvió el desayuno, aunque ella ni siquiera hizo ademán de probarlo, declaró más tarde:
–Parecía como si ella hubiese visto al Maligno entre las sábanas de su cama.
Aquel día transcurrió lentamente, como si cada segundo se multiplicara por diez. Al llegar la noche, trató de retrasar la hora de irse a dormir. Cuando ya no tuvo más remedio que acostarse, intentó por todos los medios no sucumbir al sueño. Peleó con todas sus fuerzas por no caer rendida, por no cerrar sus brillantes ojos oscuros, pero al final lo inevitable tuvo que pasar y Dulce Nombre de María cayó irremisiblemente dormida en un sueño profundo.
Muy temprano, cuando apenas los primeros rayos del sol empezaban a romper la noche oscura, despertó. Y supo con total claridad que otra vez había vuelto a ocurrir. Entonces pensó que ya no había remedio y decidió que lo mejor sería ir hasta la catedral y contárselo todo en sagrada confesión al padre Eusebio, el mismo sacerdote que la había bautizado quince años atrás, el mismo que le había dado a comer el Cuerpo de Cristo en su Primera Comunión, y el mismo que, si era la voluntad de Dios Todopoderoso, oficiaría la Santa Misa el día que ella contrajera matrimonio.
Así pues, muy de mañana, y acompañada de su criada, encaminó sus pasos hacia la Plaza de las Pasiegas. Escuchó misa en silencio y, cuando le llegó su turno, se dirigió hasta el confesionario, y allí, arrodillada ante Dios y su representante, y de la manera más humilde que encontró, dijo:
–Padre, algo muy grave me está ocurriendo.
El sacerdote, que no tenía por costumbre escuchar pecados mortales provenientes de labios tan hermosos, sintió una leve punzada, como si un pájaro ligero se hubiese posado en su alma.
–¿De qué se trata? –quiso saber sin dilación.
–Un sueño.
–¿Un sueño? Explícate mejor, hija mía.
Dulce Nombre de María sintió que el rubor se apoderaba completamente de ella. Un ligero mareo la aturdió por un instante y si no llega a ser porque ya estaba de rodillas, hubiese caído al suelo. Y sacando fuerzas de donde no las había, continuó:
–Padre, he soñado con la televisión.
El sacerdote, más por ignorancia que por mala intención, dudó un instante.
–Hija mía, en estos momentos no sé a qué te refieres. ¿Cómo has dicho que se llama lo que has visto en tu sueño?
–Televisión, –dijo ella con las manos y la cara empapadas en sudor, y al borde de las lágrimas.
–Hija mía, si no te tranquilizas y te explicas un poco mejor, no podré ayudarte, –sentenció el padre Eusebio.
–Yo no sueño–, solía decir de manera tajante, si alguien le preguntaba qué había soñado tal o cual noche.
Y aquella mañana, en contra de lo que era su costumbre, Dulce Nombre de María recordaba todo lo que había soñado: podía ver cada imagen con una precisión tal que se asustaba; podía oír cada palabra, cada nota musical, cada sonido, por extraño que éste fuese, como si aún estuviese dormida; era capaz de repetir de memoria cada uno de los nombres de los desconocidos que anduvieron por su sueño.
Para ella todo esto resultaba difícil de digerir. Tanto que decidió no contárselo a nadie, ni a su madre, ni a su criada, ni por supuesto, a ninguna de sus amigas. Pensó que lo mejor era tratar de olvidarlo, pues estaba segura de que todo se debía a la opípara cena de Reyes a la que había asistido, junto con sus padres, en casa de un rico comerciante granadino.
A la mañana siguiente, todo volvió a ser como siempre: Dulce Nombre de María despertó sin recordar nada de lo que había soñado. Lo mismo ocurrió al otro día. Y al otro, y así sucesivamente.
Cuando ya había transcurrido más de un mes –treinta y ocho días para ser exactos– desde aquella terrible mañana de enero y la hermosa joven pensaba, confiada, que ya no se repetiría, Dulce Nombre de María se volvió a despertar aterrorizada. La criada que la ayudó aquella mañana con el aseo personal y con la ropa, y le sirvió el desayuno, aunque ella ni siquiera hizo ademán de probarlo, declaró más tarde:
–Parecía como si ella hubiese visto al Maligno entre las sábanas de su cama.
Aquel día transcurrió lentamente, como si cada segundo se multiplicara por diez. Al llegar la noche, trató de retrasar la hora de irse a dormir. Cuando ya no tuvo más remedio que acostarse, intentó por todos los medios no sucumbir al sueño. Peleó con todas sus fuerzas por no caer rendida, por no cerrar sus brillantes ojos oscuros, pero al final lo inevitable tuvo que pasar y Dulce Nombre de María cayó irremisiblemente dormida en un sueño profundo.
Muy temprano, cuando apenas los primeros rayos del sol empezaban a romper la noche oscura, despertó. Y supo con total claridad que otra vez había vuelto a ocurrir. Entonces pensó que ya no había remedio y decidió que lo mejor sería ir hasta la catedral y contárselo todo en sagrada confesión al padre Eusebio, el mismo sacerdote que la había bautizado quince años atrás, el mismo que le había dado a comer el Cuerpo de Cristo en su Primera Comunión, y el mismo que, si era la voluntad de Dios Todopoderoso, oficiaría la Santa Misa el día que ella contrajera matrimonio.
Así pues, muy de mañana, y acompañada de su criada, encaminó sus pasos hacia la Plaza de las Pasiegas. Escuchó misa en silencio y, cuando le llegó su turno, se dirigió hasta el confesionario, y allí, arrodillada ante Dios y su representante, y de la manera más humilde que encontró, dijo:
–Padre, algo muy grave me está ocurriendo.
El sacerdote, que no tenía por costumbre escuchar pecados mortales provenientes de labios tan hermosos, sintió una leve punzada, como si un pájaro ligero se hubiese posado en su alma.
–¿De qué se trata? –quiso saber sin dilación.
–Un sueño.
–¿Un sueño? Explícate mejor, hija mía.
Dulce Nombre de María sintió que el rubor se apoderaba completamente de ella. Un ligero mareo la aturdió por un instante y si no llega a ser porque ya estaba de rodillas, hubiese caído al suelo. Y sacando fuerzas de donde no las había, continuó:
–Padre, he soñado con la televisión.
El sacerdote, más por ignorancia que por mala intención, dudó un instante.
–Hija mía, en estos momentos no sé a qué te refieres. ¿Cómo has dicho que se llama lo que has visto en tu sueño?
–Televisión, –dijo ella con las manos y la cara empapadas en sudor, y al borde de las lágrimas.
–Hija mía, si no te tranquilizas y te explicas un poco mejor, no podré ayudarte, –sentenció el padre Eusebio.
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