jueves, 16 de julio de 2009

Esta máquina mata fascistas

Érase una vez un joven americano. Tocaba la guitarra. Cantaba canciones. Viajaba por todo su país en trenes de mercancía, desde Seattle hasta Los Ángeles, desde Nueva York a Nueva Orleans. Caminaba sin rumbo por caminos polvorientos o se dejaba empapar por tormentas de verano. Dormía al aire libre y a veces comía y otras veces no. Alegraba con sus viejas melodías de blues y de folk a los recolectores de fruta de California o a los trabajadores de los campos petrolíferos de Texas. Sus canciones hablaban de hombres sencillos, hombres como ellos, de sus inquietudes, de sus problemas, de sus sueños. Este hombre era odiado por los patronos, por los capitalistas, por la policía de cualquier pequeña población. Pero el pueblo trabajador, la gente corriente, las mujeres y los hombres que habían perdido sus hogares durante la Gran Depresión, los que luchaban como titanes para sacar a sus hijos adelante, los que no tenían donde caerse muertos, esos, digo, lo adoraban. Ese hombre se llamaba Woody Guthrie y en la caja de madera de su guitarra se podía leer: Esta máquina mata fascistas.

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