En el verano de mil
novecientos treinta y seis, el alcalde de Aguilar de la Frontera se llamaba
José María León Jiménez. Era militante del Partido Socialista Obrero Español
desde su adolescencia y tenía, a sus espaldas, una larga e intachable
trayectoria en la política municipal. Había sido concejal en el Ayuntamiento de
Aguilar en varias corporaciones, y desde el día 30 de julio de 1931 se había
convertido en el primer alcalde socialista de Aguilar, hasta que fue destituido
por el Gobernador Civil de Córdoba, tras el conato revolucionario de octubre de
1934. Después del triunfo del Frente Popular en las elecciones celebradas el
día 16 de febrero de 1936, José María León Jiménez fue restituido en su puesto.
José María estaba casado
con Consuelo y de la unión de ambos habían nacido seis hijos: Manuel, Juan,
Virginia, José, Consuelo y Rafael. Había cumplido cuarenta y tres años el día
diecisiete de abril, coincidiendo, prácticamente, con el quinto aniversario de
la proclamación del régimen republicano. Era un hombre alto y fuerte, curtido
jornalero, acostumbrado a trabajar de sol a sol desde que era un niño de siete
u ocho años. Como la inmensa mayoría de los jornaleros de Aguilar y de sus
familias, José María soportaba con estoicismo (¡qué otro remedio le quedaba!)
las penurias, la escasez de alimentos y la vida dura del campo, siempre sujeta
a los vaivenes de la climatología, siempre poniendo al mal tiempo, buena cara.
No resulta errado afirmar que era muy capaz de ganar su pan y el de su familia
con el sudor de su frente. Todos cuantos lo conocieron coincidían en definirlo
como un hombre justo, ecuánime, bueno, trabajador incansable. Un socialista
coherente con los principios políticos y éticos que regían su vida. Un firme
defensor de la legalidad y de la democracia. Un hombre de bien, siempre
dispuesto a ayudar a sus vecinos, sin preguntar cómo ni por qué. No obstante,
de nada le sirvió ser un hombre justo, ecuánime, bueno. De nada sirvieron su
tremenda humanidad ni su buena disposición. De nada sirvieron sus deseos de
cambiar el mundo, sus anhelos de justicia, sus ansias de tierra y libertad para
los parias de la tierra.
El día dieciocho de julio
de mil novecientos treinta y seis José María salió desde su casa, en el número
6 de la calle las Eras, en el Barrio Alto de Aguilar, hacia el Ayuntamiento,
bien temprano, buscando noticias sobre lo que estaba pasando en otros lugares
de la Península Ibérica y de las Islas Canarias. La noche previa, apenas había
podido conciliar el sueño unas horas, dándole vueltas y más vueltas a la
situación política del país. Tampoco ayudaba el calor. Había sido una noche
especialmente calurosa, una de esas noches cordobesas en las que el mercurio
del termómetro permanece impasible en la parte alta y no sopla ni una brizna de
brisa. Los rumores de aquellos días eran preocupantes. Desde hacía varias
semanas, se hablaba abiertamente de un pronunciamiento militar que acabaría
definitivamente con el régimen republicano y con los partidos políticos y
organizaciones sindicales obreras. El descontento de la mayor parte del
ejército era un secreto a voces. Todo el país parecía estar al tanto de esto
salvo, como suele ocurrir con demasiada frecuencia, las máximas autoridades,
incluido el Ministro de Defensa, el Presidente del Consejo de Ministros y el
Presidente de la República.
José María salió de su
casa aquella mañana de julio al amanecer, con dirección al Ayuntamiento, en la
Plaza de la República. Esa fue la última vez que Consuelo, su mujer, lo vio
—después de aquella mañana, tampoco sus hijos lo volvieron a ver, ni vivo ni
muerto—, la última vez que ambos cruzaron unas palabras, seguramente palabras
intranscendentes. Los imagino a los dos quejándose del calor que había hecho
por la noche, del que iba a hacer durante el día. Los imagino en la cocina
tomando un poco de café. Tratando de aparentar normalidad, aunque la procesión
fuera por dentro. Alguna alusión al levantamiento militar, alguna palabra sobre
las horas de confusión que atraviesa el país. Pero sin tremendismos. Ya están
las cosas bastante mal como para preocupar aún más a la esposa.
—Ten mucho cuidado, le
dice ella al despedirse.
—Lo tendré, no te
preocupes, le responde el hombre.
Y luego le da un beso, el
último beso. Pero ninguno de los dos es consciente de que esa será la última
vez que se vean, la última vez que los labios del hombre acaricien la piel de
la mujer, la última ocasión que la vida le da a José María para decirle a su
mujer que la quiere.
Y enfila sus pasos hacia
el ayuntamiento. Al llegar allí, ha sentido una punzada en el estómago. Bien es
cierto que la ha empezado a experimentar conforme se acercaba a las
inmediaciones de este emblemático edificio. Cuanto más cerca está, más crece
esa extraña sensación. Algo en su interior le dice que las cosas no van bien. Y
su intuición no suele fallar.
Durante todo el día, los
miembros de la corporación que están en Aguilar —en realidad todos excepto los
concejales Antonio Cabello Almeda y Rafael Aparicio de Arcos, a quienes el pronunciamiento
militar ha sorprendido en Córdoba— permanecen reunidos en las dependencias
municipales, pendientes de las noticias que por radio o vía telefónica llegan
desde distintas zonas del país y, sobre todo, de las que llegan de la capital
cordobesa. Junto a ellos se encuentra el secretario del ayuntamiento, José de
Ciria, y el teniente de la Guardia Civil, Sebastián Carmona y Pérez de Vera.
Este último, jura por su honor, hasta en dos ocasiones, que se mantendrá fiel a
la legalidad republicana, pase lo que pase. Todos los allí reunidos son
conscientes de que estos son unos momentos dramáticos para España y de que el
futuro de la República depende de la suerte que corran los golpistas en las
próximas horas. Así van transcurriendo los segundos, los minutos, las horas.
Hasta que a las cinco de la tarde, en el Cuartel de Artillería de la ciudad de
Córdoba, en una calurosísima tarde estival, el coronel Ciriaco Cascajo Ruiz,
que se ha puesto del lado de los rebeldes, lee el Bando de Guerra, siguiendo
las consignas transmitidas por el general Queipo de Llano desde Sevilla. El
general vallisoletano es el hombre fuerte de la intentona golpista en
Andalucía. Cascajo Ruiz, rodeado de un numeroso grupo de derechistas,
terratenientes, señoritos, y falangistas armados hasta los dientes, que se han
dado cita en las instalaciones militares para dar su apoyo a las fuerzas
golpistas, deja bien claro, desde el principio, que están dispuestos a hacerse
con el poder, cueste lo que cueste. En las próximas horas, los fascistas se
harán con el control total del gobierno civil, del Ayuntamiento de Córdoba, de
la oficina de correos, de telégrafos y de la telefónica e invitan a todos los
pueblos de la provincia a que se unan a la revuelta y den la espalda a la
República.
En Aguilar de la Frontera,
el teniente de la Guardia Civil, Sebastián Carmona y Pérez de Vera, que como
hemos dicho había jurado hasta en dos ocasiones al Alcalde que permanecería
fiel a la República, cambia de chaqueta y por la fuerza, el día 20 de julio, se
hace con el control del Ayuntamiento.
La historia de José María
León Jiménez es la misma historia de todos los republicanos fusilados. La misma
de otros hombres. La misma de otras mujeres. Sólo cambian los matices, los
nombres, los lugares. Lo demás es siempre lo mismo. Seres humanos detenidos,
torturados, fusilados y tirados en una cuneta como perros rabiosos. Cuerpos
amontonados unos sobre otros. Vidas destruidas por la sinrazón y el fanatismo.
Su historia es la misma de todos pero completamente distinta. Porque el dolor,
como la muerte, no lo olvidemos, es algo muy íntimo. El dolor siempre pertenece
a uno mismo, se queda de puertas para adentro. Sólo él pudo sentir su dolor, su
miedo, su vacío gigantesco en el pecho. Sólo a él se le secaron los labios al
pensar en sus seis hijos. Sólo a él le subió desde el estomago a la boca un
regusto a hiel al darse cuenta de que estaba viviendo los últimos momentos de
su vida.
A José María las alimañas
azules lo fusilaron, sin piedad, al amanecer, una mañana estival. Cuentan las
crónicas que aquel dos de agosto, el día de su muerte, fue uno de los días más
calurosos del verano de mil novecientos treinta y seis. Lo único que José María
dejó en herencia fue un reloj de oro que le habían regalado sus compañeros de
la agrupación socialista de Aguilar y un vacío en el corazón de los suyos que
siguió existiendo mucho más allá de los días oscuros, de las mañanas tristes,
del silencio impuesto. Mucho más allá de la muerte terrible. Un reloj de oro.
Eso fue todo. No había nada más que dejar. Ni casas, ni fincas, ni dinero, ni
riquezas de ningún otro tipo. Sólo un reloj de oro que le habían regalado sus
camaradas, como agradecimiento a su entrega, a su dedicación, a su bondad. José
María era un hombre modesto que había creído a pie juntillas en los ideales que
profesaba.
A día de hoy, cuando
escribo estas palabras y han transcurrido tres cuartos de siglo de la fecha
fatídica de su muerte, lo vuelvo a imaginar bajando de un camión, de madrugada,
empujado por sus asesinos, las manos atadas a la espalda, débil, apaleado,
hambriento, pero con la mirada al frente, sin bajarla ni un solo segundo,
valiente, orgulloso, comprometido hasta el último aliento. Lo imagino sintiendo
una ola de rabia dentro del estómago, una ola que va creciendo poco a poco,
gota a gota, centímetro a centímetro, cada vez más grande, como una bola de
nieve que crece y crece, hasta llegar a ser gigantesca. No sabría muy bien cómo
llamar a ese sentimiento, cómo definirlo, cómo explicarlo. Una mezcla de
nerviosismo, de sufrimiento, de estupefacción, de rabia, de indignación. Todo
bien agitado por ahí dentro, circulando por sus venas a la velocidad del rayo.
Cuando se ha bajado del
camión, ha experimentado unas repentinas ganas de vomitar. Aunque el estómago
está vacío desde hace días y no hay nada que vomitar. Así que ha detenido su
lento caminar, para respirar profundamente, aspirando el aire como si cada
inspiración fuese la última de su vida. Ha cerrado los ojos y ha contado hasta
diez. Muy lentamente: uno, dos, tres… De esta manera ha conseguido que el
estómago se calme, superando las acuciantes ganas de vomitar. Al abrir los ojos
otra vez, la oscuridad de la madrugada tiene un aspecto distinto, como si en
realidad fuese una oscuridad mucho más orgánica que de costumbre, una oscuridad
que casi se puede tocar con las yemas de los dedos. Caminando con paso lento,
han bajado, él y los demás, los verdugos y las víctimas, por el camino estrecho
hasta la zona del cementerio donde, desde hace varios días, los falangistas y
los guardias civiles fusilan a la gente. Al llegar junto a la tapia, las
piernas le han temblado. Pero ha resistido. No va a darle el gusto a sus
asesinos de verlo humillado, tirado en el suelo, suplicando clemencia. Y allí,
delante de la tapia del cementerio, ante sus asesinos, que apuntan de manera
cobarde sus armas sobre personas indefensas, piensa por última vez en sus hijos
y en su compañera, un segundo antes de que las balas lo dejen tirado para
siempre en un charco de sangre. Después un silencio sepulcral lo envuelve todo,
sólo roto, aquí y allí, por algún animal despistado. Algún pájaro sobrevolando
el camposanto. Algún perro ladrando a lo lejos. Un silencio que se extiende
durante muchos años.
(Este relato está incluido en mi libro El llanto,
la sangre, el fuego publicado por la Editorial Alhulia,
en el año 2012.)
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