Adela lee tumbada en
el sofá,
y se ríe con fuerza,
con esa risa suya,
contagiosa y tierna,
febril y rugiente,
llena de color,
que sólo es posible en
la infancia
y que el paso del
tiempo
se encargará de
dinamitar.
Yo estoy escribiendo
abajo.
Desde aquí,
la escucho reír.
Poco a poco
la última tarde
de noviembre
de este año
dos mil catorce,
esta tarde dominical,
fría y absurda,
como al fin y al cabo
son
todas las tardes otoñales
de domingo,
languidece.
Y la noche
espera agazapada,
oscurísima
e imprecisa.
Siempre al acecho.
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