Dicen que un chute de heroína es como besar a Dios
Don Winslow
Don Winslow
Como cada día
durante los últimos diez años,
el ángel yonki se sentó
en el único sillón
que quedaba en la casa.
Así comenzaba el ritual.
Sacó
una pequeña cantidad
de heroína pura
—parecía azúcar moreno—
de una bolsita transparente.
La colocó cuidadosamente
en una cucharilla de café,
añadió unas gotitas de agua
y, después, aplicó un hilillo de calor
con la llama azulina
de un mechero barato.
Mientras la mezcla se cocía,
su olor iba expandiéndose
por toda la sala.
Era un olor difícil de describir,
pero a él siempre le hacía pensar
en pájaros volando después de la lluvia.
Luego se ató
un trozo de goma
en la parte superior del ala.
Tomó entre sus dedos
sarmentosos
una jeringuilla de plástico
—no acertaba a comprender
cómo algunos yonkis
odiaban la jeringa—,
la acercó a la cucharilla
y absorbió la mezcla.
Respiró hondo,
una, dos, tres veces
y acercó la finísima aguja a la vena,
a punto de explotar.
La clavó despacio.
Y empezó a apretar el émbolo.
El néctar —este era el nombre
que a él le gustaba usar—
se abría paso por la marea roja
con la fuerza de un huracán.
Y llegaba hasta el rincón
más alejado de su cuerpo.
Un sonido fino, brillante,
como de mercurio líquido
—ahora pensaba en Dylan—,
empezaba a llenar la habitación.
Una felicidad invisible
se iba apoderando,
milímetro a milímetro,
de todo su ser.
Y la oscuridad daba paso
a la luz más hermosa
y el dolor dejaba de ser
una sensación física
para convertirse
en un recuerdo borroso
y él volvía a creer
—aunque fuese sólo
por unos instantes—
en la bondad infinita
del universo.
Y en esos momentos
no le preocupaba,
en absoluto,
haber sido expulsado
del Paraíso
para toda la Eternidad.
(De El placer de ver morir a un ángel, Huerga Y fFerro Editores, 2011)
Antonio Vega también lo describió muy bien en "Se dejaba llevar por ti". Él también era un ángel caído.
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