Rafael Calero abre su nuevo poemario, Versos de alambre de espino con un breve poema al que titula “Autorretrato”. Y que, en efecto, lo es, un autorretrato breve, sencillo y esencial. El poeta se auto describe y esa descripción entraña una declaración de principios: una mirada lúcida, distante y cercana a la vez, un posicionamiento nítidamente realista —“Aún no he aprendido a volar”, una ilimitada fe en la palabra: “Prefiero una palabra a mil imágenes”—.
Y por eso, porque mantiene una inapagable fe en la palabra, en la palabra poética, como herramienta transformadora necesaria, como “arma cargada de futuro” —así en “Palabras” o “La poesía es un arma…”— , empuña los poemas de este libro como una protesta, una denuncia, un grito de imparable rabia creadora, en poemas de lenguaje deliberadamente agrio y fuerte —“Hijos de puta”, “Mala leche”— o de una ironía a veces feroz, como “Economía” o “Recesión”; o como una propuesta de autenticidad, lejos de los eslóganes y de la artificiosa programación de una vida supuestamente perfecta —“Miedo”, “Tristeza”, “Invierno”—.
Reconozco en este poemario muchas de las claves poéticas de Rafael Calero: su noción agridulce del amor, el toque de arraigada melancolía que dejan sus versos —“Sucios poemas de amor”, “La de tiempo que hace que nadie me besa así”—; el universo literario que reconoce, en el que se siente confortable y al que rinde un homenaje sin paliativos: la literatura norteamericana, la sombra reconocible de Walt Whitman en “Todo me pertenece”, encabezado, además, por una cita de Kerouac; y las explícitas citas que hace de los escritores que más lo acompañan —Melville, Twain, Dickinson, Dos Passos, Bowles, Auster, Highsmith…,— a los que engloba, junto a sí mismo, en un común territorio de soledad de animal acorralado; Bukowski, uno de sus grandes iconos literarios — “Realismo sucio” —. Y el jazz, el cine. Las canciones de Tom Waits como fondo de algunos poemas. El espléndido poema “Cicatrices”, en que lo cinematográfico queda enmarcado entre un dolorido pórtico y un definitivo, lapidario final: “La vida. / Pequeñas cicatrices / en la línea de flotación”. Si bien el cine tampoco se libra del afilado bisturí de su crítica afilada: “La última película de James Bond”.
Pero esas claves poéticas reconocibles se enriquecen con una visión de humana cercanía a la historia, en poemas directamente narrativos, como el estremecedor “Enterrar a los muertos”. Y con un cálido acercamiento a otros poetas que también empuñaron la palabra como un arma pacífica y transformadora, como “Poetas” o “Gloria”. Y ese texto impresionante: “Escribir un poema”, en que se concitan en logradísima conjunción el homenaje a poetas como Machado, Lorca, Bukowski, Carver, con la expresión de una poética directamente explicitada, una poética caliente, viva, en que, como quería Juan Ramón, la palabra “sea la cosa misma”: “… sentir que tus manos/ se mojan al escribir la palabra río”.
Esta poética caliente, auténtica, aferrada a la verdad de lo real, encuentra una forma de expresión sumamente ajustada y eficaz en esos poemas en que Calero engarza una serie de sintagmas nominales que no hacen sino mostrarnos sin ropajes, sin retórica, en esa forma directa y limpia tan característica de su autor, esa realidad que constituye nuestro mundo, interno y externo, esa realidad que se nos impone y que en manera alguna podemos, y seguramente ni siquiera queramos, eludir. Así, el ya citado “Literatura norteamericana II”, “La vida a traición” y el bellísimo poema final que cierra el libro, a pesar de todo, con un último grito de esperanza, con una definitiva afirmación de vida. Pues hay, entre toda la miseria, la podredumbre y la mentira, una serie de cosas irrenunciables, pequeñas y verdaderas, que también son parte de la realidad, que también nos constituyen y a las que diariamente nos aferramos para no abandonar, para no ceder. Esas “99 razones (a pesar de todo)” que le siguen dando un sentido a la vida.
En suma, un poemario urgente, que a veces nos quema las manos y a veces nos calienta el corazón, y a momentos nos penetra con una fina y segura melancolía; lo que, sin duda, no logra este libro es dejarnos en ninguna ocasión indiferentes.
Y por eso, porque mantiene una inapagable fe en la palabra, en la palabra poética, como herramienta transformadora necesaria, como “arma cargada de futuro” —así en “Palabras” o “La poesía es un arma…”— , empuña los poemas de este libro como una protesta, una denuncia, un grito de imparable rabia creadora, en poemas de lenguaje deliberadamente agrio y fuerte —“Hijos de puta”, “Mala leche”— o de una ironía a veces feroz, como “Economía” o “Recesión”; o como una propuesta de autenticidad, lejos de los eslóganes y de la artificiosa programación de una vida supuestamente perfecta —“Miedo”, “Tristeza”, “Invierno”—.
Reconozco en este poemario muchas de las claves poéticas de Rafael Calero: su noción agridulce del amor, el toque de arraigada melancolía que dejan sus versos —“Sucios poemas de amor”, “La de tiempo que hace que nadie me besa así”—; el universo literario que reconoce, en el que se siente confortable y al que rinde un homenaje sin paliativos: la literatura norteamericana, la sombra reconocible de Walt Whitman en “Todo me pertenece”, encabezado, además, por una cita de Kerouac; y las explícitas citas que hace de los escritores que más lo acompañan —Melville, Twain, Dickinson, Dos Passos, Bowles, Auster, Highsmith…,— a los que engloba, junto a sí mismo, en un común territorio de soledad de animal acorralado; Bukowski, uno de sus grandes iconos literarios — “Realismo sucio” —. Y el jazz, el cine. Las canciones de Tom Waits como fondo de algunos poemas. El espléndido poema “Cicatrices”, en que lo cinematográfico queda enmarcado entre un dolorido pórtico y un definitivo, lapidario final: “La vida. / Pequeñas cicatrices / en la línea de flotación”. Si bien el cine tampoco se libra del afilado bisturí de su crítica afilada: “La última película de James Bond”.
Pero esas claves poéticas reconocibles se enriquecen con una visión de humana cercanía a la historia, en poemas directamente narrativos, como el estremecedor “Enterrar a los muertos”. Y con un cálido acercamiento a otros poetas que también empuñaron la palabra como un arma pacífica y transformadora, como “Poetas” o “Gloria”. Y ese texto impresionante: “Escribir un poema”, en que se concitan en logradísima conjunción el homenaje a poetas como Machado, Lorca, Bukowski, Carver, con la expresión de una poética directamente explicitada, una poética caliente, viva, en que, como quería Juan Ramón, la palabra “sea la cosa misma”: “… sentir que tus manos/ se mojan al escribir la palabra río”.
Esta poética caliente, auténtica, aferrada a la verdad de lo real, encuentra una forma de expresión sumamente ajustada y eficaz en esos poemas en que Calero engarza una serie de sintagmas nominales que no hacen sino mostrarnos sin ropajes, sin retórica, en esa forma directa y limpia tan característica de su autor, esa realidad que constituye nuestro mundo, interno y externo, esa realidad que se nos impone y que en manera alguna podemos, y seguramente ni siquiera queramos, eludir. Así, el ya citado “Literatura norteamericana II”, “La vida a traición” y el bellísimo poema final que cierra el libro, a pesar de todo, con un último grito de esperanza, con una definitiva afirmación de vida. Pues hay, entre toda la miseria, la podredumbre y la mentira, una serie de cosas irrenunciables, pequeñas y verdaderas, que también son parte de la realidad, que también nos constituyen y a las que diariamente nos aferramos para no abandonar, para no ceder. Esas “99 razones (a pesar de todo)” que le siguen dando un sentido a la vida.
En suma, un poemario urgente, que a veces nos quema las manos y a veces nos calienta el corazón, y a momentos nos penetra con una fina y segura melancolía; lo que, sin duda, no logra este libro es dejarnos en ninguna ocasión indiferentes.
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