martes, 23 de octubre de 2012

La cita



El hombre llega cinco minutos antes de la hora en que habían quedado citados. Cinco minutos le parece un tiempo prudencial. Cinco minutos no te hacen pensar que eres un maleducado que llega a los sitios mucho antes de lo que debes. Desde pequeño ha detestado a las personas que llegan tarde a las citas.  Pero tampoco se puede decir que le gusten los que llegan con una puntualidad enfermiza. Él no es de esos. A él lo que le gusta de verdad es llegar siempre con cinco minutos de antelación. Eso te hace parecer un tío seguro de ti mismo, un hombre que controla lo que tiene entre manos, un hombre que sabe imprimir al tiempo el ritmo justo.
Cuando está ante la puerta, llama al timbre dos veces. La primera es un toque largo. La segunda dura apenas unas décimas de segundo. El timbre de la puerta tiene un sonido suave, aunque la palabra que se le viene al hombre a la cabeza al escucharlo es dulce. Este pensamiento le arranca una sonrisa. ¿Cómo puede ser el sonido de un timbre dulce?, piensa. Pero tampoco le da más importancia. Todo esto se le pasa por la cabeza mientras aguarda a que la mujer le abra la puerta. La espera no se alarga demasiado, apenas unos instantes, ni tanto como para que el hombre empiece a desesperar, ni tan poco como para que parezca que la mujer estaba esperando agazapada al otro lado de la puerta a que llegara el hombre.
Hola, ¿qué tal, cómo estás?, le pregunta ella, al tiempo que le da dos besos, uno por mejilla, a modo de saludo. Y también: ¿te ha resultado difícil encontrar la casa?
Él dice que no, que no le ha resultado difícil, que ha sido mucho más fácil de lo que pensaba, pero le está mintiendo descaradamente. A decir verdad, ha tenido que preguntar a varias personas que ha visto por la calle, hasta que ha dado con un viejecito que iba en la misma dirección, y éste lo ha invitado amablemente a que lo acompañara. Cuando han llegado a la puerta del bloque, el anciano le ha dicho, Ahí tiene usted la dirección que busca, y se ha despedido de él con un rictus en el rostro que al hombre no le ha hecho mucha gracia, porque denota un cinismo que viene a decir: Dios sabrá a qué va usted a ese piso, pero seguro que no es a nada virtuoso, cabroncete.    
La mujer lo invita a pasar, apartándose para que entre. Él sonríe y entra. Le da un ramo de rosas rojas que le ha comprado en una floristería que ha encontrado por el camino desde su casa a la de la mujer. Una docena de rosas rojas. Toma, le dice, te he comprado unas flores. Espero que sean de tu agrado. Oh, qué bonitas, contesta la mujer, aunque lo dice con la boca chica, porque no es de las que se deja impresionar por una flores, por muy rojas que sean. Ella prefiere algo más terrenal, una buena botella de vino, por ejemplo, o un libro. Eso hubiese estado muy bien. Un libro. Con un libro siempre cabe la posibilidad, si no te gusta, de revenderlo en una tienda de segunda mano o de regalarlo a alguien para su cumpleaños. Pero ¿cómo coño vas a revender un ramo de rosas rojas en una tienda de segunda mano o de volver a regalárselo a otra persona para su cumpleaños?  En fin, piensa la mujer, qué le vamos a hacer. Oh, son preciosas, le dice al hombre. Me encantan las rosas rojas. Luego lo invita a que se siente y le ofrece algo de beber. Lo que tomes tú, le dice el hombre. Una cerveza, dice ella, yo tomaré una cerveza. Sí, una cerveza va bien, dice el hombre, al que, maldita la gracia que le hace la cerveza, que le produce unos dolores fuertes de barriga en cuanto ha tomado un par de sorbos. Pero pone la mejor de sus sonrisas y le da un trago largo mientras comenta lo buena que está esa marca concreta de cerveza, aunque es la primera vez en su vida que la prueba. El primer sorbo le produce una arcada pero con mucho disimulo consigue dominar la situación.
Voy a poner música, dice ella. ¿Qué te apetece escuchar?, pregunta la mujer. Oh, cualquier cosa que elijas me va bien, dice el hombre. Confío plenamente en tu buen gusto, le dice sonriendo. Ella se acerca a la estantería donde están los cds y empieza buscar algo que vaya con el momento. Encuentra un disco que se titula Lovers live. Lo saca de la caja y lo mete en el reproductor de cds. Pulsa la tecla del play y la voz de la cantante Sade se expande por toda la casa. Joder, piensa el tío, de todos los discos posibles que existen en el universo, ha tenido que ir a poner a Sade, que era la cantante favorita de mi ex. Menuda hijadeputa mi ex, piensa el hombre. Ojalá y la atropelle un autobús cuando esté cruzando la calle. Eso estaría bien, piensa con una sonrisilla en los labios. Me encanta Sade, dice la mujer. Lo mismo a ti no te gusta. Si no te gusta, dilo, por favor, y pongo otra cosa. ¿A mí? Pero si es una de mis cantantes preferidas. Esa voz tan sensual, como de terciopelo, dice el hombre sin acabar la frase. Estas palabras le han venido de repente a la cabeza porque era lo que decía siempre su ex cuando hablaba de Sade. Pero a él quien le gusta de verdad es Frank Sinatra. Eso sí que es una voz. El suyo sí que es estilo.
Luego se sientan a la mesa. He preparado bacalao a la vizcaína, le dice la mujer, espero que te guste el bacalao. ¿El bacalao?, pregunta el hombre con un matiz de sorpresa en la voz que no pasa desapercibido para la mujer. Oh, oh, dice ella, no me digas que no te gusta el bacalao. El bacalao es lo que más me gusta del mundo, dice le hombre, que a estas alturas ya no puede creer su mala suerte. Primero la cerveza, luego Sade y ahora el puto bacalao. De todas las cosas que se pueden preparar para una cena, piensa el hombre, ha tenido que elegir bacalao. Y no es que al hombre no le guste el bacalao. Reducirlo todo a una cuestión de gustos sería una estupidez. Si fuese sólo eso, no habría ningún problema. El asunto es que el hombre es alérgico al bacalao. Pero no un poco alérgico. No. No es eso. Es tan alérgico, que sólo con que se lo nombren empieza a sentirse mal. Así que el dilema al que se enfrenta es de campeonato. ¿Qué debe hacer? ¿Decirle a la mujer que no sólo no le gusta el bacalao sino que lo odia con todas sus fuerzas y que ella se mosquee o comérselo todo sin rechistar aun a riesgo de perder la vida? Se lanza de cabeza a la piscina y se inclina por la segunda opción. Y se come el bacalao a la vizcaína como si no hubiese mañana, con gula, con un ansia desmesurada. Joder, piensa la mujer, este tío no ha comido desde hace una semana. Qué manera de tragarse el bacalao. Si es que se va a poner malo, como siga engullendo así. ¿Quieres otra cerveza?, le pregunta. Sí, por supuesto, dice el hombre, incapaz de decirle que no le gusta la cerveza y que lo que de verdad le pide el cuerpo es cualquier otra cosa menos una cerveza. Pero ella, solícita, se la abre y él acaba tomándose su segunda cerveza de la noche. Veo que te encanta el bacalao, dice ella. ¿Quieres más?, le ofrece la mujer cuando se ha acabado el primer plato. Sí, por favor, contesta él, escuchando sus propias palabras como si fuesen pronunciadas por otro hombre, un hombre que se hubiese metido en su cuerpo y hablara por él. ¿Pero qué coño estoy haciendo?, piensa mientras empieza a sentir los primeros efectos tóxicos del bacalao en su cuerpo. Le está subiendo un escozor desde el estómago hacia la garganta como si hubiese tragado fuego. Perdona, le dice a la mujer, necesito ir al baño. Ah, la cerveza dice ella. A mí me ocurre lo mimo. En cuanto me tomo un par de botellas, ya no hay quien me pare.
El hombre se va hasta el baño y una vez allí se arrodilla ante el váter y empieza a vomitar, hasta que siente que en su estómago no queda ni un solo gramo de bacalao. Joder, piensa, mientras se echa agua fresca en la cara, qué cerca he estado de la muerte. Cómo puedo ser tan imbécil.
Cuando sale del baño, la mujer ya ha puesto sobre la mesa una tarta de chocolate y le está sirviendo un gran trozo. Y entonces el hombre piensa que a la mierda su diabetes, que cuando llegue a casa, si llega, se meterá en el cuerpo una ración doble de insulina, pero ahora, en ese preciso instante, se comerá ese gran trozo de pastel de chocolate que la mujer le acaba de servir en un plato inmaculadamente blanco, y luego, si ella le ofrece otra porción, también se la comerá, y sabe que hará todo lo que ella quiera que haga, porque lleva tanto tiempo sin salir con una mujer, que es capaz de beberse un vaso de cicuta de un solo trago si ella se lo sirve. Y empieza a comerse la tarta de chocolate. Y de repente dos lagrimones le resbalan por las mejillas. La mujer lo mira y sorprendida le pregunta qué le ocurre. ¿No te gusta la tarta de chocolate?, le dice ella con cara de preocupación. Sí, sí me gusta. Lo que pasa es que estoy tan contento de haber venido que no puedo reprimir estas lágrimas de alegría, le dice el hombre. Y sigue comiendo tarta de chocolate, en silencio, entre lágrimas e hipidos, mientras piensa que si no se muere antes, la noche promete.   

1 comentario:

  1. Mala suerte lo de este hombre con Sade, habiendo temas gloriosos que hubieran apostado a caballo ganador como: http://www.youtube.com/watch?v=4bydB3-k-qU&feature=related, o http://www.youtube.com/watch?v=SUMcA--ejOc&feature=related o http://www.youtube.com/watch?v=yi9o5Hx0tsI o como bien pensaba el hombre: http://www.youtube.com/watch?v=bxhaYTOkqgA&feature=related
    Y lo del bacalao y la diabetes ni te cuento. Como bien dijo Forrest:
    "Mi mamá dice que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes qué te va a tocar."

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