miércoles, 30 de mayo de 2012

El hombre con suerte


El hombre que camina en este mismo momento por la calle con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón negro ha sido siempre un tipo con suerte. Con mucha suerte. Desde que era un simple mocoso, se ha visto favorecido por la fortuna. Ya en la escuela, siendo un niño, era de aquellos que estudiaban poco y sacaban buenas notas. ¿Porque era muy listo? Qué va. Porque tenía mucha suerte. Le caían en el examen las tres preguntas que había estudiado con más ahínco. Luego, de jovencito, la suerte siguió soplando de cara: se le daban bien las chicas, obtenía buenas marcas en los deportes aun sin ser un prodigio físico, tenía buenos amigos dispuestos a hacerle todos los favores que pedía, por ejemplo, prestarle dinero cuando lo necesitaba, etc.
Cuando llegó la hora de ir a la universidad, la suerte continuó siendo su mejor aliada. En la selectividad sacó una nota altísima simplemente porque en un par de asignaturas salió lo que mejor se sabía. Así que pudo entrar en la carrera de Medicina sin apenas esfuerzo, cuando otros compañeros suyos, que habían trabajado mucho más duro que él, se quedaron fuera, por tener mala suerte. Durante los años que estuvo en la universidad, siguió gozando de su proverbial buena suerte. De esta manera, consiguió becas cuantiosas, intercambios con otras universidades europeas, etc. Y todo ello casi sin despeinarse. Siempre era cuestión de suerte.
Una vez que hubo terminado sus estudios universitarios, el trabajo le vino llovido del cielo. Aprobó unas oposiciones sin apenas esfuerzo. A la primera. Consiguió un trabajo en un magnífico hospital y la suerte le siguió sonriendo. Todos los que lo conocían se lo recordaban constantemente: Eres un tío con mucha suerte, le decían. O bien: Tú tienes una suerte tremenda. E incluso había quien, de una manera más o menos velada, se lo reprochaba: Tienes una suerte que no te la mereces. Sus familiares, sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, todos, sin excepción opinaban que tenía mucha suerte. Hasta su propia esposa le decía que era un tipo afortunado. Incluso a veces, él mismo, de tanto escucharlo decir a los demás, acababa por admitirlo. Yo tengo mucha suerte, contestaba a modo de explicación cuando alguien le preguntaba por las razones de su éxito en la vida.
Pero como todo llega a su fin, la suerte de este hombre que camina en este mismo momento por la calle con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón negro, está a punto de terminarse. Él no lo sabe, pero en unos minutos, un chico joven, no más de diecisiete o dieciocho años, se va a acercar hasta él. Llevará una navaja en la mano y le va a decir que le dé la cartera, el reloj y todo lo que lleve encima de valor. El hombre que ha tenido mucha suerte durante toda su vida echará mano al bolsillo de la chaqueta donde guarda habitualmente la cartera, porque es de los que piensan que no merece la pena plantar cara a un yonki que te atraca en plena calle con una navaja. Al tocar el bolsillo de la chaqueta, el hombre se va a acordar de que ha dejado la cartera olvidada en su casa, lo que provocará la ira del atracador, que, sin pensarlo un segundo, va a clavar la navaja que empuña en la mano derecha repetidamente en el vientre del hombre que ha tenido mucha suerte durante toda su vida hasta provocarle la muerte.
Y por una vez, antes de morir, el hombre que ha tenido mucha suerte durante toda su vida, dirá en un susurro apenas audible de voz: Joder, qué mala suerte.  


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