sábado, 6 de agosto de 2011

John Fante: oro en el basurero (IV)

La rabia de vivir

Camino de Los Ángeles es la primera novela de la saga de Arturo Bandini que John Fante escribió pero, paradójicamente, fue la última en ser publicada, ya que no vería la luz hasta 1985, cuando su autor ya había muerto y su esposa, Joyce Fante, encontró el manuscrito entre los papeles de su marido. En 1936, cuando el autor terminó el libro, escribió una carta a su amigo Carey McWilliams en la que afirmaba que la novela, por fin, “está terminada y yo estoy encantado” Después, admitía sin ambages que una parte del contenido de la obra “pondría de punta los pelos del culo de un lobo. Puede que sea demasiado fuerte; quiero decir que carece de “buen gusto”. Pero no me importa.”
Pero a los que sí pareció importarles fue a los directivos de las tres editoriales que rechazaron el manuscrito: Alfred. A Knopf, Vanguard Press y Story Press, argumentando que era “demasiado provocativa” e “indigna de ser publicada”. John Fante sufrió una terrible decepción pues había puesto todas sus esperanzas en su primera novela. Por este motivo, estuvo a punto de quemar el manuscrito, pero por fortuna, se contuvo.
En Camino de Los Ángeles nos encontramos a un Arturo Bandini de dieciocho años. Vive en la pequeña población de San Pedro, el puerto de Los Ángeles, “en una casa de vecindad, al lado de un lugar lleno de filipinos”, con su madre, viuda, y su hermana Mona, una chica dos años menor que él, guapa, más alta que Bandini, con el pelo y los ojos negros, una chica “muy limpia” cuyo máximo deseo es convertirse en monja, aunque su madre se lo impide. Arturo y ella se llevan como “el perro y el gato.” Son los años más terribles de la Gran Depresión que asola los Estados Unidos. Desde el inicio de la novela, Bandini pasa por varios trabajos: cavando zanjas, friegaplatos, dependiente de una tienda de comestibles, ayudante de camionero, etc., pero en ninguno prospera, y siempre acaba abandonándolos por iniciativa propia o siendo despedido por incompetente. Finalmente, por mediación de su tío Frank, ul hermano de su madre que, de vez en cuando, los ayuda con unos dólares, consigue un empleo en una fábrica de conservas. Allí se convertirá en el único americano entre mexicanos, filipinos y japoneses.
Entre trabajo y trabajo, Bandini va a la biblioteca pública y lee los libros de Friedrich Nietzsche, de Oswald Spengler, de Henri Bergson o de Knut Hansum, aunque reconoce abiertamente que lo hace “sin entender ni jota”, pero eso no le importa lo más mínimo, pues disfruta con el “rugiente encadenamiento de palabras que recorría las páginas con sombrío y misterioso estruendo.”
Arturo Bandini sueña con ser escritor y hacerse millonario con la venta masiva de sus obras para, de esta manera, vivir como viven los ricos. Pero su vida no tiene nada que ver con eso. Su vida se reduce a un horrible trabajo en “Industrias Pesqueras Soyo”, a coleccionar revistas de mujeres hermosas y a pelearse con su madre y su hermana. Bandini vive en un mundo completamente irreal que él ha creado a su imagen y semejanza.
Ante este panorama, no es de extrañar que Arturo Bandini diga: “Me odiaba tanto que me senté pensando las peores cosas de mí. Finalmente me sentí tan despreciable que lo único que podía hacer era echarme a dormir.” O esta otra frase: “Por entonces yo estaba dispuesto a suicidarme”.
El Bandini que transita por las páginas de Camino de Los Ángeles es un personaje solitario (“Lo hacía siempre, hablar conmigo mismo en voz alta, murmurando con vehemencia”); emocionalmente inestable, fantasioso y patrañero, machista (“Hay que aniquilar a las mujeres. Aniquilarlas radicalmente”); con ramalazos xenófobos ("cómo yo, un chico blanco, podía estar entre esa masa de ignorantes filipinos y mexicanos"); anti-católico (“Todo el que dé crédito a lo del parto de una virgen y a lo de la resurrección es un completo idiota que tiene convicciones sospechosas”) e intolerante. No es de extrañar que en la década de los treinta esta novela fuese rechazada varias veces y que tuviésemos que esperar hasta los años ochenta para poder leerla. "Es muy cruda, tiene frases que incluso ahora saltan y golpean el pecho", escribió Stephen Cooper, biógrafo de John Fante, sobre esta novela. Y es que, sin ningún tipo de dudas, es una obra que destila rabia en cada una de sus páginas.

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