El hombre
llega cinco minutos antes de la hora en que habían quedado citados. Cinco
minutos le parece un tiempo prudencial. Cinco minutos no te hacen pensar que
eres un maleducado que llega a los sitios mucho antes de lo que debes. Desde
pequeño ha detestado a las personas que llegan tarde a las citas. Pero tampoco se puede decir que le gusten los
que llegan con una puntualidad enfermiza. Él no es de esos. A él lo que le
gusta de verdad es llegar siempre con cinco minutos de antelación. Eso te hace parecer
un tío seguro de ti mismo, un hombre que controla lo que tiene entre manos, un
hombre que sabe imprimir al tiempo el ritmo justo.
Cuando
está ante la puerta, llama al timbre dos veces. La primera es un toque largo.
La segunda dura apenas unas décimas de segundo. El timbre de la puerta tiene un
sonido suave, aunque la palabra que se le viene al hombre a la cabeza al
escucharlo es dulce. Este pensamiento le arranca una sonrisa. ¿Cómo puede ser
el sonido de un timbre dulce?, piensa. Pero tampoco le da más importancia. Todo
esto se le pasa por la cabeza mientras aguarda a que la mujer le abra la puerta.
La espera no se alarga demasiado, apenas unos instantes, ni tanto como para que
el hombre empiece a desesperar, ni tan poco como para que parezca que la mujer estaba
esperando agazapada al otro lado de la puerta a que llegara el hombre.
Hola, ¿qué
tal, cómo estás?, le pregunta ella, al tiempo que le da dos besos, uno por
mejilla, a modo de saludo. Y también: ¿te ha resultado difícil encontrar la casa?
Él dice
que no, que no le ha resultado difícil, que ha sido mucho más fácil de lo que
pensaba, pero le está mintiendo descaradamente. A decir verdad, ha tenido que
preguntar a varias personas que ha visto por la calle, hasta que ha dado con un
viejecito que iba en la misma dirección, y éste lo ha invitado amablemente a que
lo acompañara. Cuando han llegado a la puerta del bloque, el anciano le ha
dicho, Ahí tiene usted la dirección que busca, y se ha despedido de él con un
rictus en el rostro que al hombre no le ha hecho mucha gracia, porque denota un
cinismo que viene a decir: Dios sabrá a qué va usted a ese piso, pero seguro
que no es a nada virtuoso, cabroncete.
La mujer
lo invita a pasar, apartándose para que entre. Él sonríe y entra. Le da un ramo
de rosas rojas que le ha comprado en una floristería que ha encontrado por el
camino desde su casa a la de la mujer. Una docena de rosas rojas. Toma, le
dice, te he comprado unas flores. Espero que sean de tu agrado. Oh, qué
bonitas, contesta la mujer, aunque lo dice con la boca chica, porque no es de las
que se deja impresionar por una flores, por muy rojas que sean. Ella prefiere
algo más terrenal, una buena botella de vino, por ejemplo, o un libro. Eso
hubiese estado muy bien. Un libro. Con un libro siempre cabe la posibilidad, si
no te gusta, de revenderlo en una tienda de segunda mano o de regalarlo a
alguien para su cumpleaños. Pero ¿cómo coño vas a revender un ramo de rosas
rojas en una tienda de segunda mano o de volver a regalárselo a otra persona
para su cumpleaños? En fin, piensa la
mujer, qué le vamos a hacer. Oh, son preciosas, le dice al hombre. Me encantan
las rosas rojas. Luego lo invita a que se siente y le ofrece algo de beber. Lo
que tomes tú, le dice el hombre. Una cerveza, dice ella, yo tomaré una cerveza.
Sí, una cerveza va bien, dice el hombre, al que, maldita la gracia que le hace la
cerveza, que le produce unos dolores fuertes de barriga en cuanto ha tomado un
par de sorbos. Pero pone la mejor de sus sonrisas y le da un trago largo
mientras comenta lo buena que está esa marca concreta de cerveza, aunque es la
primera vez en su vida que la prueba. El primer sorbo le produce una arcada
pero con mucho disimulo consigue dominar la situación.
Voy a
poner música, dice ella. ¿Qué te apetece escuchar?, pregunta la mujer. Oh,
cualquier cosa que elijas me va bien, dice el hombre. Confío plenamente en tu
buen gusto, le dice sonriendo. Ella se acerca a la estantería donde están los
cds y empieza buscar algo que vaya con el momento. Encuentra un disco que se
titula “Lovers
live”. Lo saca
de la caja y lo mete en el reproductor de cds. Pulsa la tecla del play y la voz
de la cantante Sade se expande por toda la casa. Joder, piensa el tío, de todos
los discos posibles que existen en el universo, ha tenido que ir a poner a
Sade, que era la cantante favorita de mi ex. Menuda hijadeputa mi ex, piensa el
hombre. Ojalá y la atropelle un autobús cuando esté cruzando la calle. Eso
estaría bien, piensa con una sonrisilla en los labios. Me encanta Sade, dice la
mujer. Lo mismo a ti no te gusta. Si no te gusta, dilo, por favor, y pongo otra
cosa. ¿A mí? Pero si es una de mis cantantes preferidas. Esa voz tan sensual,
como de terciopelo, dice el hombre sin acabar la frase. Estas palabras le han
venido de repente a la cabeza porque era lo que decía siempre su ex cuando
hablaba de Sade. Pero a él quien le gusta de verdad es Frank Sinatra. Eso sí
que es una voz. El suyo sí que es estilo.
Luego se
sientan a la mesa. He preparado bacalao a la vizcaína, le dice la mujer, espero
que te guste el bacalao. ¿El bacalao?, pregunta el hombre con un matiz de
sorpresa en la voz que no pasa desapercibido para la mujer. Oh, oh, dice ella,
no me digas que no te gusta el bacalao. El bacalao es lo que más me gusta del
mundo, dice le hombre, que a estas alturas ya no puede creer su mala suerte. Primero
la cerveza, luego Sade y ahora el puto bacalao. De todas las cosas que se
pueden preparar para una cena, piensa el hombre, ha tenido que elegir bacalao.
Y no es que al hombre no le guste el bacalao. Reducirlo todo a una cuestión de
gustos sería una estupidez. Si fuese sólo eso, no habría ningún problema. El
asunto es que el hombre es alérgico al bacalao. Pero no un poco alérgico. No.
No es eso. Es tan alérgico, que sólo con que se lo nombren empieza a sentirse
mal. Así que el dilema al que se enfrenta es de campeonato. ¿Qué debe hacer?
¿Decirle a la mujer que no sólo no le gusta el bacalao sino que lo odia con
todas sus fuerzas y que ella se mosquee o comérselo todo sin rechistar aun a
riesgo de perder la vida? Se lanza de cabeza a la piscina y se inclina por la
segunda opción. Y se come el bacalao a la vizcaína como si no hubiese mañana,
con gula, con un ansia desmesurada. Joder, piensa la mujer, este tío no ha
comido desde hace una semana. Qué manera de tragarse el bacalao. Si es que se
va a poner malo, como siga engullendo así. ¿Quieres otra cerveza?, le pregunta.
Sí, por supuesto, dice el hombre, incapaz de decirle que no le gusta la cerveza
y que lo que de verdad le pide el cuerpo es cualquier otra cosa menos una
cerveza. Pero ella, solícita, se la abre y él acaba tomándose su segunda
cerveza de la noche. Veo que te encanta el bacalao, dice ella. ¿Quieres más?,
le ofrece la mujer cuando se ha acabado el primer plato. Sí, por favor,
contesta él, escuchando sus propias palabras como si fuesen pronunciadas por
otro hombre, un hombre que se hubiese metido en su cuerpo y hablara por él.
¿Pero qué coño estoy haciendo?, piensa mientras empieza a sentir los primeros
efectos tóxicos del bacalao en su cuerpo. Le está subiendo un escozor desde el
estómago hacia la garganta como si hubiese tragado fuego. Perdona, le dice a la
mujer, necesito ir al baño. Ah, la cerveza dice ella. A mí me ocurre lo mimo.
En cuanto me tomo un par de botellas, ya no hay quien me pare.
El hombre
se va hasta el baño y una vez allí se arrodilla ante el váter y empieza a
vomitar, hasta que siente que en su estómago no queda ni un solo gramo de
bacalao. Joder, piensa, mientras se echa agua fresca en la cara, qué cerca he
estado de la muerte. Cómo puedo ser tan imbécil.
Cuando
sale del baño, la mujer ya ha puesto sobre la mesa una tarta de chocolate y le
está sirviendo un gran trozo. Y entonces el hombre piensa que a la mierda su
diabetes, que cuando llegue a casa, si llega, se meterá en el cuerpo una ración
doble de insulina, pero ahora, en ese preciso instante, se comerá ese gran
trozo de pastel de chocolate que la mujer le acaba de servir en un plato
inmaculadamente blanco, y luego, si ella le ofrece otra porción, también se la
comerá, y sabe que hará todo lo que ella quiera que haga, porque lleva tanto
tiempo sin salir con una mujer, que es capaz de beberse un vaso de cicuta de un
solo trago si ella se lo sirve. Y empieza a comerse la tarta de chocolate. Y de
repente dos lagrimones le resbalan por las mejillas. La mujer lo mira y
sorprendida le pregunta qué le ocurre. ¿No te gusta la tarta de chocolate?, le
dice ella con cara de preocupación. Sí, sí me gusta. Lo que pasa es que estoy
tan contento de haber venido que no puedo reprimir estas lágrimas de alegría, le
dice el hombre. Y sigue comiendo tarta de chocolate, en silencio, entre
lágrimas e hipidos, mientras piensa que si no se muere antes, la noche promete.
Mala suerte lo de este hombre con Sade, habiendo temas gloriosos que hubieran apostado a caballo ganador como: http://www.youtube.com/watch?v=4bydB3-k-qU&feature=related, o http://www.youtube.com/watch?v=SUMcA--ejOc&feature=related o http://www.youtube.com/watch?v=yi9o5Hx0tsI o como bien pensaba el hombre: http://www.youtube.com/watch?v=bxhaYTOkqgA&feature=related
ResponderEliminarY lo del bacalao y la diabetes ni te cuento. Como bien dijo Forrest:
"Mi mamá dice que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes qué te va a tocar."