Hace unos días, entré
en una pequeña tienda de libros de segunda mano de Granada, a la que suelo ir siempre
que se presenta la ocasión. Mientras curioseaba, aquí y allá, un librito de
color gris, con dos manchas rojas en su parte frontal que simulaban dos gotas
de sangre, y con el escueto título de POEMAS,
escrito en letras mayúsculas, llamó mi atención. Lo cogí entre mis manos y leí
su portada. Su autor era un tal Carlos González, un poeta absolutamente
desconocido para mí. Abrí al azar. Lo que leí me impactó vivamente:
Que incendien mi
cuerpo
que quiero ser humo.
Atraído por la
belleza de estos dos versos, seguí husmeando entre las viejas páginas del
libro. Muchas de las palabras escritas en el papel, que ya había adquirido el
tono sepia que sólo proporciona el tiempo, apenas si se podían distinguir y el
olor que despedía aquella obra denotaba que hacía mucho que había sido impresa,
aunque eso sí, estaba absolutamente nueva. Sin pensarlo un segundo, me fui
hasta el mostrador, para preguntar el precio.
—Si te interesa, es
tuyo por un par de euros, —me dijo Paco, el dependiente.
Dándome prisa, no
fuera que alguien se interesara por él, saqué de mi bolsillo las dos monedas de
un euro y las puse sobre la madera del mostrador, mientras una alegría muda me
recorría la espina dorsal. No sé cómo explicarlo, pero algo en mi interior me
decía que acababa de comprar un libro muy especial.
Unos minutos más
tarde, sentado en la terraza de una cafetería ante un café con leche, cogí el
libro que acababa de comprar —esta vez lo abrí por la primera página— y me
zambullí entre sus páginas. Lo que encontré allí me dejó absolutamente
perplejo. Carlos González, el autor de aquellos versos que me habían
deslumbrado apenas unos minutos antes, había sido asesinado cuando tan solo era
un muchacho de 21 años. En los días que siguieron a mi mágica adquisición, leí
cada uno de aquellos poemas dos, tres, cuatro veces. No me podía creer que
aquellos poemas hubiesen sido escritos por una persona de 21 años. Aún me
cuesta creerlo. Y sin embargo, así fue. Joder, pero si son geniales. Algunos de
ellos parecen ser la obra de un anciano, sabio y experimentado, con mucha vida
a cuestas, de vuelta de mil batallas. Otra cosa que llama poderosamente la
atención con respecto a estos versos es el halo trágico que los envuelve. Es
como si el joven Carlos supiese a ciencia cierta cuando los escribió, cuál era
el futuro que le esperaba. Como si presintiese una muerte violenta e inmediata,
como si supiese desde siempre que un acto de violencia completamente inútil
pondría fin a su vida.
Intrigado por el
poder de estos poemas, me he puesto a investigar un poco sobre la figura de
Carlos González. No ha resultado fácil, pero esto es lo que he averiguado.
*****
El día 26 de
septiembre de 1976, lunes, fue uno de esos días calurosos en los que el otoño
aún no acaba de llegar y el verano no quiere irse del todo. Aquella tarde, en
la ciudad de Madrid, había sido convocada una manifestación en recuerdo de los
últimos fusilados del franquismo. Recordemos que un año antes, el día 27 de
septiembre de 1975, fueron fusilados en Madrid, Barcelona y Burgos, José
Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, militantes del
Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) y Juan Paredes Manot y
Ángel Otaegui, miembros de ETA. Estos fusilamientos provocaron un sinfín de
manifestaciones de protesta en decenas de ciudades de todo el planeta. El
régimen franquista lanzaba una advertencia al mundo entero: nos hundimos, pero
lo haremos matando. También
hacía prácticamente un año de la muerte del dictador pero España aún no vivía nada
parecido a un régimen democrático. Juan Carlos I ya era Rey de España por la
gracia de Franco y la Presidencia del Gobierno la ostentaba Adolfo Suárez, que
había sido nombrado un par de meses antes, en sustitución de Carlos Arias
Navarro, aquel tipo gris y fanático que desde las pantallas de televisión, nos
anunció la buena nueva de la muerte de Franco. Al frente del Ministerio de
Gobernación, responsable de salvaguardar la seguridad ciudadana, se encontraba
Rodolfo Martín Villa.
Carlos González
Martínez decidió ir a aquella manifestación, convocada por la Coordinadora Pro
Amnistía, de la misma manera en que había ido a tantas y tantas otras desde que
había empezado a tener conciencia política. Carlos estudiaba Psicología en la
Universidad Complutense, aunque en el nuevo curso que estaba a punto de
comenzar había decidió matricularse en la Facultad de Sociología para estudiar
Políticas. Carlos amaba la lectura. Como comentaba su amigo Jesús en la prensa
de la época, conocía bastante bien las obras de Marx y de Lenin. Carlos no
militaba en ningún partido político en concreto pero sus ansias de libertad y
de vivir en un régimen democrático eran tan grandes como las de la mayoría de
hombres y mujeres de la época. Sobre las nueve de la noche, en la calle
Barquillo esquina San Marcos, el grupo de Carlos se topó de frente con una
contramanifestación fascista. En el tumulto, uno de los ultraderechistas
—algunos testigos hablaron de dos jóvenes— sacó una pistola del calibre 7.65 y
al grito de “Viva Cristo Rey”, hizo cuatro disparos. Dos de esos disparos
impactaron en el cuerpo del joven. A menos de 25 centímetros de distancia. Carlos
cayó herido sobre el asfalto, mientras las personas que se manifestaban en pro
de la amnistía y la democracia corrían a refugiarse y a poner a salvo sus
vidas. En unos segundos Carlos quedó allí tirado, con la única compañía de una amiga,
quien lo ayudó a subirse a un taxi y trasladarse a la vivienda de Marién, la
mujer a la que amaba, un sexto piso en el número 115 de la calle Fuencarral.
Una de las tres chicas que se encontraban en este piso, intuyendo la gravedad
de las heridas, llamó a su padre, el doctor Benito Martín de Prados, médico de
profesión. Cuando el médico examinó a Carlos comprendió que aquello tenía muy
mala pinta. Se puso en contacto con la policía y llamó a una ambulancia para
trasladar al muchacho a un hospital. Carlos ingresó sobre las once de la noche
en la Ciudad Sanitaria Francisco Franco, donde, paradojas de la vida, trabajaba
como médico su propio hermano. Fue operado de urgencia, y según el parte de los
doctores, “la bala interesaba la región lumbar izquierda, la región torácica
izquierda, riñón, pleura, pulmón e intestino grueso”. Poco antes del amanecer
del día 28 de septiembre de 1976, Carlos González Martínez moría, víctima de los
disparos fascistas. Dos días después, el miércoles 19, festividad de san
Miguel, cincuenta mil personas asistieron al funeral de Carlos en la Capilla de
la Universidad Complutense, y doscientas mil personas secundaron la huelga
general que se convocó para protestar contra la muerte inútil del muchacho.
El brutal crimen nunca
fue resuelto. Aunque en los primeros días hubo detenciones, nadie jamás fue
juzgado y por supuesto nadie fue condenado. Todos sabemos las relaciones tan
fraternales que existían entre la policía y la ultraderecha en aquellos días. Los
asesinos de Carlos continuaron viviendo en libertad, como si tal cosa, tan
tranquilamente, como si arrancarle de cuajo la vida a una persona de 21 años no
significase nada. Estoy seguro de que, durante todos estos años, los malditos
bastardos habrán seguido haciendo todas las cosas que hacen este tipo de
personas, por ejemplo, habrán estado en todas y cada una de las manifestaciones
contra el aborto, en primera fila, gritando sus consignas y llamando asesinas a
las mujeres que abortan; tampoco se habrán perdido ni una sola de las
manifestaciones por la unidad de España, sosteniendo sus banderitas rojigualdas
y lanzando proclamas contra vascos y catalanes; seguro que habrán seguido yendo
a misa cada domingo a rezar a su Cristo Rey; seguro que son de esos tipos que
el día de las Fuerzas Armadas se emocionan viendo a los legionarios desfilar
con su cabra al frente; o quién sabe, a lo mejor a día de hoy ocupan un escaño
en el Congreso de los Diputados o en la Asamblea de Madrid o son concejales de
alguno de los ayuntamientos madrileños donde la corrupción campa a sus anchas. Seguro
que hoy defienden con uñas y dientes la Constitución de 1978 y hablan de la Transición
como de un momento modélico de la historia. Así es la vida.
Carlos era el quinto hijo
de un famoso redactor deportivo de la época, Eduardo González Calderón, que
trabajaba en la Cadena SER, quien paradójicamente había sido miembro de la
División Azul, y de Margarita Martínez Corredor, quien durante muchos, luchó
porque la memoria de su hijo no fuese pisoteada y humillada. Por increíble que
parezca, durante treinta años, a Carlos se le negó la categoría de víctima del
terrorismo. En mayo de 2005, el Consejo de Ministros presidido por José Luis
Rodríguez Zapatero, le denegó una
condecoración, alegando que él no había sido una víctima del terrorismo sino de
una "banda armada". Afortunadamente, el Tribunal Supremo enmendó la
plana al gobierno un año después, y finalmente se le concedió la Gran Cruz de
la Real Orden de Reconocimiento Civil, que se concede en este país a todas las
víctimas del terrorismo. No es que eso sirva para nada, pero al menos pone las
cosas en su sitio.
*****
Dos años después de
la muerte de Carlos, la editorial Akal, publicó el libro POEMAS, una selección de los versos que el joven Carlos había
escrito en los años previos a su muerte, y que no es otro que el libro que yo
encontré en la tienda de Granada y que me dejó completamente anonadado por la
fuerza y la magia que desprenden sus páginas. En la “Presentación” que
escribieron Marién, la novia de Carlos, y José Antonio, Javier y Teresa, sus amigos
más íntimos, se puede leer:
Carlos sentía la política de mil
maneras diferentes; para él viajar era un acto político, escribir poemas, un
acto político, salir a la calle gritando libertad, como en sus poemas, un acto
político. Carlos (…) militaba en las filas del pueblo. Carlos luchó toda su
vida; por eso, deseamos que se le recuerde como a un hombre más, como un
luchador más; no es nuestra intención hacer de Carlos un héroe o un mito, sólo
queremos que, con sus poemas, se vea a una persona de carne y hueso, que ríe,
llora, sufre y se alegra con su pueblo, con sus compañeros, sus amigos y sus
amores. En la libertad, tal vez, no ocurran hechos tan terribles como el que le
costó la vida. Quizá lo más importante, lo que nos está enseñando continuamente
Carlos es que los que han muerto como él, no son seres aparte, seres únicos.
Cualquiera de nosotros puede morir de la misma forma; en cierto modo nos matan
lentamente, sin dejarnos decir lo que pensamos.
POEMAS está dividido en cinco partes distintas, con temáticas
distintas:
1. El poeta que no fue nada: aquí se incluyen los poemas donde el
poeta nos habla de sí mismo.
2. Poemas de amor: los poemas que Carlos dedicó a Marién.
3. Desde el encierro: la mili fue una experiencia
traumática para un alma libre como la de Carlos. En este apartado se incluyen
los poemas que escribió sobre dicha experiencia.
4. En la libertad, tal vez: aquí se incluyen los poemas de
temática sociopolítica
5. Otros poemas: en este último apartado están
incluidos esos poemas inclasificables, muchos de ellos con una profunda raíz
surrealista y humorística.
Se cierra el libro
con un compendio de poemas escritos por amigos y familiares de Carlos,
dedicados al propio poeta.
En el “Prólogo” que
abre el libro, el poeta Celso Emilio Ferreiro define a Carlos González como un
poeta “extraordinario formado, no en la fría sapiencia libresca, sino en los
hechos que cada día acucian al hombre de nuestro tiempo.”
Si todos estos poemas
hermosos, comprometidos, llenos de esperanza y de lucha fueron escritos por una
persona que apenas había empezado a vivir, no quiero ni imaginar los magníficos
versos que Carlos González Martínez hubiese escrito de no haber recibido los
disparos asesinos de los pistoleros fascistas.
El fatídico día de su
muerte, el joven poeta llevaba en el bolsillo un papel con los dos últimos
poemas que había escrito. En ellos se dirigía a la mujer que amaba, Marién, y
en ambos hablaba de la muerte. Las últimas palabras que dejó escritas fueron: “Araño
al tiempo que me queda, al tiempo desconocido, desde un miércoles 22 de octubre
hasta X…”. Quedaban tan solo unas pocas horas para que la X de la incógnita se
resolviese.
Sirvan estos párrafos
como homenaje a Carlos González y a todos aquellos hombres y mujeres anónimos
que, ellos sí, lucharon por la libertad y la democracia.