Hace
aproximadamente un año, tuve ocasión de asistir en Salobreña, el pueblo donde
vivo, a una conferencia del profesor Juan Carlos Monedero. Confieso
abiertamente mi ignorancia. Hasta que dicha conferencia fue anunciada, no había
oído hablar en mi vida de este hombre. No tenía ni puta idea de quién era o de
dónde trabajaba, no había leído ni uno solo de sus libros o sus artículos. Un
buen amigo mío con el que me encontré en el mercado unos días antes del acto, me
habló de él, aconsejándome que por nada del mundo me perdiera la conferencia
del tal Monedero. Una de las mentes más agudas de la izquierda. Así lo definió
mi amigo. Yo, que tengo a mi amigo por una persona de valía, le hice caso y
tomé nota.
El día de
la charla, a pesar de que era un lunes invernal por la noche, yo estaba allí
como un reloj. Mi sorpresa fue mayúscula. El auditorio estaba absolutamente
abarrotado, e incluso había gente de pie, lista para escuchar lo que el
profesor de la Complutense tuviera a bien contarnos. Por cierto, la charla
versaba sobre la transición española, y cómo no podía ser de otra manera, sobre
la crisis política y económica que asola el estado español desde hace varios
años. Yo no sé vosotros, pero lo que es yo, no estoy acostumbrado a ir a
conferencias de tema político —qué coño, ni político ni de ningún otro tema— y
encontrarme con semejante número de personas. Por ese mismo auditorio habían
pasado otros ponente de mucha valía intelectual, como el periodista Pascual
Serrano o el escritor Matías Escalera, y el éxito de convocatoria había sido
bastante más discreto.
En fin, a
lo que vamos. Juan Carlos Monedero era como una estrella del rock. Qué digo.
Como Julio Iglesias. Más de doscientas personas, muchas de ellas estudiantes de
Políticas y Sociología llegados desde Granada para escuchar al insigne orador,
mucha militancia de Izquierda Unida —en aquel momento aún no existía Podemos y
las relaciones con IU eran más o menos cordiales—, algunos curiosos poco interesados
en el tema, etc.
Cuando
Monedero empezó a hablar mi sorpresa fue mayúscula. Monedero era un tío feliz. De
eso no cabía ninguna duda. Se notaba a la legua. Bromeaba. Contaba
chascarrillos. Arrancaba carcajadas entre el público. Por momentos uno creía
estar ante un cómico de El club de la
comedia, dicho esto desde el más absoluto respeto. Joder. Yo estaba completamente
descolocado. No era la primera vez que iba a un acto de este tipo. De hecho,
durante los últimos años he ido a muchos y, como ya he señalado, con muy
distintos oradores. Había visto a otros militantes charlando sobre este mismo
tema o temas relacionados. Y ninguno lo hacía con la gracia de Monedero. Por
poner un ejemplo que todos conocemos, siempre que he asistido a una charla de Diego
Cañamero, he salido de allí cabreado. Diego tiene esa habilidad. Te enciende.
Hace que te mosquees. Hace que te creas lo de la lucha de clases. Así que eché
la vista atrás y me miré a mí mismo. Me di cuenta de que durante más de cinco
años había estado escribiendo sobre la realidad española desde la más absoluta
amargura. Copón, me dije, no soy más que un puto amargado. Este tío sí que es
la leche. Mis artículos, mis reflexiones, mis relatos y mis poemas, en
definitiva, mi manera de contar las cosas, sólo llevaban a la amargura, a la
constatación de que la pobreza es una mierda, de que si no tienes curro, o si
lo tienes pero tu sueldo bordea la miseria, tu vida es una puta mierda.
Durante
los días que siguieron a la charla de Juan Carlos Monedero en Salobreña, yo
pensé una y otra vez en aquello. ¿Por qué este tío se enfrentaba a la realidad,
dura e hijoputa, con una sonrisa en los labios, y Cañamero, o yo mismo, parecíamos
unos miserables amargados? No encontré una respuesta satisfactoria. En aquellos
días lo achaqué a su personalidad, a su propia idiosincrasia, a su manera de
ser. Monedero era divertido y yo no. Punto y final.
Un año
después lo he comprendido todo. No se trataba simplemente de personalidades.
Había algo más y ahora sé lo que es. Monedero era millonario y yo no. Ni
Cañamero tampoco. Monedero tenía una cuenta bancaria llenita de ceros y yo una
deuda con el banco más larga que un día sin pan. Y eso, lo queramos o no,
afecta. Y es que el dinero, cuando se tiene, imprime carácter. Y hace que uno
vea las cosas de otra manera, con menos acidez, con menos amargura, con más
dulzura, con mucha más alegría. Como le pasaba a Monedero. Que era tela de
feliz. Así de simple.