En
Amsterdam, Adela y yo vimos cómo la policía se llevaba detenido a un chico
—dieciséis o diecisiete años—, negro como una noche sin estrellas. Fue en la
plaza Dam, en la entrada de una sucursal del Rabo Bank. Era una tarde
primaveral de finales de mayo. Sobre la ciudad, se extendía un gran cielo azul,
manchado, aquí y allá, por pequeñas nubes blancas. En aquel monumental espacio
del siglo XIII, había siete u ocho coches de la policía y un montón de maderos
armados hasta los dientes, como si aquel adolescente al que acababan de detener
no fuese un pobre yonki, enmonado hasta las orejas, sino el enemigo público número
uno de Holanda. El sonido ululante y las luces naranjas de las sirenas llenaban
por completo todo el espacio de la inmensa plaza. La gente, turistas en su
mayoría, miraba la escena con curiosidad, cuchicheando entre ellos, como si aquello
fuese el plató de una película o de una serie de televisión y de un momento a
otro, alguien fuese a gritar, ¡corten! Pero no era un rodaje y ningún director
encaramado a su silla, ordenó que la escena se detuviera. Lo que teníamos antes
nuestros ojos era real como la vida misma. Sin trampa ni cartón.
Aquella
noche, lo recuerdo muy bien, hubo una gran tormenta sobre la ciudad de
Amsterdam. Durante varias horas, los truenos y los relámpagos camparon a sus
anchas por el cielo holandés. Y la lluvia cayó con tal intensidad que parecía
que el mundo hubiese llegado a su fin.
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