Hoy ha regresado al lago. Al fin se ha atrevido. Ha tenido el valor necesario para romper con la maldición que lo atenazaba. Han tenido que pasar algo más de veinte años para que fuese capaz de hacerlo. Desde 1991 no había sido capaz de volver al lago. Ni una sola vez. Los recuerdos eran muy dolorosos. Hirientes. Esa es la palabra que más se acerca a describir sus sentimientos, sus emociones. Cada pequeño detalle, cada matiz, cada leve movimiento de aquella mañana primaveral permanecía tatuado en su memoria. Y es que, cuanto aconteció aquel lejano sábado del mes de abril de 1991, ha quedado grabado a fuego en el recuerdo, hasta el día de hoy. Y no había manera de desembarazarse de todo ello, de borrar los recuerdos aciagos de aquellas horas terribles.
Durante más de veinte años ha rememorado todos y cada uno de los acontecimientos que tuvieron lugar aquella mañana en las oscuras aguas del lago. Veinte años de dolor. Veinte años de angustia. Veinte años cobijando en sus entrañas un terrible sentimiento de culpabilidad. Veinte años soportando las murmuraciones de la gente, los comentarios maliciosos del vecindario, las frases de desprecio de quienes lo consideraban, si no culpable, al menos cómplice de aquel bárbaro hecho. Veinte años pensando que podía haber hecho más de lo que hizo por evitar lo que, a día de hoy, él sigue considerando que fue inevitable. Así que ha decidido tomar el toro por los cuernos y volver al lugar donde todo ocurrió.
Siempre ha sido consciente de que, en uno u otro momento, tendría que acabar por enfrentarse a los hechos cara a cara. Sin subterfugios. Sin corazas. De frente. Porque sólo enfrentándonos a los fantasmas que habitan los rincones oscuros de nuestra alma podemos vencerlos y convertirnos en seres auténticamente libres. De lo contrario, esos demonios saldrán indemnes, y camparán a sus anchas dentro de nosotros, y siempre, siempre, siempre, por muchos años que vivamos, serán los dueños absolutos de nuestra voluntad.
Por eso esta mañana él ha regresado al lago. Porque quiere ser libre de una maldita vez. Vivir tranquilo. Levantarse por las mañanas y ser capaz de mirarse al espejo sin sentir un profundo asco por sí mismo. Despojarse de todo ese malestar que lleva dentro, y empezar a vivir otra vez. Va a intentar por todos los medios mitigar tanto dolor. Va a poner toda la carne en el asador para ser feliz. No importa si hay que pagar un alto precio. Intentará no ser más ese hombre desgraciado en el que ha acabado convirtiéndose, asaltado por los recuerdos del pasado que vuelven una y otra vez, girando eternamente como un tío vivo, atormentándolo sin piedad. Porque en el fondo, siempre ha sabido que la culpa de todo lo que pasó en el lago aquel día no fue suya. Sin embargo, no ha tenido la valentía necesaria para enfrentarse al mundo, para hacerles ver a todos los demás que aquel triste día no hizo nada que no hubiese hecho cualquier otro que hubiese estado en sus zapatos. Al fin y al cabo, él no fue sino una tiste marioneta en las manos caprichosas del destino, una herramienta controlada por un actor diabólico dispuesto a cualquier cosa para saciar sus más depravados instintos.
Casi sin planteárselo, sus pasos lo han llevado al sitio exacto donde los dos estaban veinte años atrás. Al llegar, las piernas le han temblado. No le ha quedado más remedio que sentarse en el suelo, sobre la yerba húmeda. De repente se ha puesto a llorar como un niño pequeño. Ha sido un llanto tranquilo, íntimo, nada de gimoteos, nada de lamentos. Simplemente húmedas lágrimas resbalando por las mejillas. Un llanto purificador que lo ha hecho sentirse feliz llorando, como si estuviese expulsando, a través de las saladas lágrimas, algunos de esos demonios eternos que le corroían por dentro. Ha estado así más de una hora. Después, sin pensar lo que hacía, sin saber muy bien cómo ni por qué se ha vuelto a poner en pie y ha gritado su nombre con todas sus fuerzas. Un grito que ha brotado desde lo más profundo de su ser, como la lava ardiente de un volcán en erupción. Un grito que procedía desde el mismísimo corazón del dolor. Un grito largo, salvaje, multiplicado hasta el infinito, distorsionado. Un grito que ha asustado a una bandada de patos que nadaban, ajenos a todo, en el lago y les ha hecho levantar el vuelo. Y entonces, sólo entonces, se ha sentido mucho mejor. Ha sido como deshacer un nudo imposible de quitar. Como resolver un problema matemático de esos que a priori no tienen solución. Como escalar una montaña gigantesca. Un momento de felicidad extrema. Luego ha encaminado sus pasos hacia el coche. Y ha puesto rumbo a la autovía, sintiéndose en paz consigo mismo, por primera vez en veinte años.
Durante más de veinte años ha rememorado todos y cada uno de los acontecimientos que tuvieron lugar aquella mañana en las oscuras aguas del lago. Veinte años de dolor. Veinte años de angustia. Veinte años cobijando en sus entrañas un terrible sentimiento de culpabilidad. Veinte años soportando las murmuraciones de la gente, los comentarios maliciosos del vecindario, las frases de desprecio de quienes lo consideraban, si no culpable, al menos cómplice de aquel bárbaro hecho. Veinte años pensando que podía haber hecho más de lo que hizo por evitar lo que, a día de hoy, él sigue considerando que fue inevitable. Así que ha decidido tomar el toro por los cuernos y volver al lugar donde todo ocurrió.
Siempre ha sido consciente de que, en uno u otro momento, tendría que acabar por enfrentarse a los hechos cara a cara. Sin subterfugios. Sin corazas. De frente. Porque sólo enfrentándonos a los fantasmas que habitan los rincones oscuros de nuestra alma podemos vencerlos y convertirnos en seres auténticamente libres. De lo contrario, esos demonios saldrán indemnes, y camparán a sus anchas dentro de nosotros, y siempre, siempre, siempre, por muchos años que vivamos, serán los dueños absolutos de nuestra voluntad.
Por eso esta mañana él ha regresado al lago. Porque quiere ser libre de una maldita vez. Vivir tranquilo. Levantarse por las mañanas y ser capaz de mirarse al espejo sin sentir un profundo asco por sí mismo. Despojarse de todo ese malestar que lleva dentro, y empezar a vivir otra vez. Va a intentar por todos los medios mitigar tanto dolor. Va a poner toda la carne en el asador para ser feliz. No importa si hay que pagar un alto precio. Intentará no ser más ese hombre desgraciado en el que ha acabado convirtiéndose, asaltado por los recuerdos del pasado que vuelven una y otra vez, girando eternamente como un tío vivo, atormentándolo sin piedad. Porque en el fondo, siempre ha sabido que la culpa de todo lo que pasó en el lago aquel día no fue suya. Sin embargo, no ha tenido la valentía necesaria para enfrentarse al mundo, para hacerles ver a todos los demás que aquel triste día no hizo nada que no hubiese hecho cualquier otro que hubiese estado en sus zapatos. Al fin y al cabo, él no fue sino una tiste marioneta en las manos caprichosas del destino, una herramienta controlada por un actor diabólico dispuesto a cualquier cosa para saciar sus más depravados instintos.
Casi sin planteárselo, sus pasos lo han llevado al sitio exacto donde los dos estaban veinte años atrás. Al llegar, las piernas le han temblado. No le ha quedado más remedio que sentarse en el suelo, sobre la yerba húmeda. De repente se ha puesto a llorar como un niño pequeño. Ha sido un llanto tranquilo, íntimo, nada de gimoteos, nada de lamentos. Simplemente húmedas lágrimas resbalando por las mejillas. Un llanto purificador que lo ha hecho sentirse feliz llorando, como si estuviese expulsando, a través de las saladas lágrimas, algunos de esos demonios eternos que le corroían por dentro. Ha estado así más de una hora. Después, sin pensar lo que hacía, sin saber muy bien cómo ni por qué se ha vuelto a poner en pie y ha gritado su nombre con todas sus fuerzas. Un grito que ha brotado desde lo más profundo de su ser, como la lava ardiente de un volcán en erupción. Un grito que procedía desde el mismísimo corazón del dolor. Un grito largo, salvaje, multiplicado hasta el infinito, distorsionado. Un grito que ha asustado a una bandada de patos que nadaban, ajenos a todo, en el lago y les ha hecho levantar el vuelo. Y entonces, sólo entonces, se ha sentido mucho mejor. Ha sido como deshacer un nudo imposible de quitar. Como resolver un problema matemático de esos que a priori no tienen solución. Como escalar una montaña gigantesca. Un momento de felicidad extrema. Luego ha encaminado sus pasos hacia el coche. Y ha puesto rumbo a la autovía, sintiéndose en paz consigo mismo, por primera vez en veinte años.
Alucinante, ¿es tuyo?
ResponderEliminarPor supuesto.
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