¿Y te
fuiste, así sin más?, le pregunta la primera mujer, que aún no se lo puede
creer. La segunda mujer menea la cabeza de arriba abajo diciendo que sí. Pues,
hija, qué quieres que te diga, no lo entiendo, replica la primera mujer. Tanto tiempo
esperando a salir con alguien, y el día que lo consigues, vas y te das la
vuelta sin más explicaciones y dejas allí al pobre hombre más solo que la una.
La segunda mujer pone cara de póker, como diciendo, pues qué quieres que te
diga, así soy yo y si tú quieres que te lo explique, yo te lo explico ahora
mismo.
Y empieza
a explicárselo.
Cuando
llegué al Bar Paraíso, el lugar donde habíamos quedado, y lo vi, no me lo podía
creer. Otra vez me había vuelto a ocurrir. Lo primero que pensé fue que nunca
aprenderé cuando se trata de hombres. El que tenía ante mis ojos no era, en
absoluto, como se había autodescrito por el chat.
Me había
dicho una y otra vez que era calvo como una bola de billar, con una narizota
gorda y prominente, ojos pequeños y miopes, las cejas más pobladas que la Gran
Manzana, bajito y con unos cuantos (muchos, en realidad) kilos de más; orejas
grandes y peludas y algunas verrugas repartidas, como quien no quiere la cosa,
aquí y allá. Me había dicho que sus manos eran pequeñas, de dedos gordos,
chatos y feos. Y peludas. Me había dicho, y esto era muy importante para mí,
que despedía un desagradable olor corporal. Vamos, que olía a sudor como un
cerdo. También me había dicho, el muy hijo de puta, que a él no le interesaba
la cultura, nada de libros en su vida, ni de música clásica, ni de cine raro.
Recuerdo que le pregunté directamente algo que en muy raras ocasiones me atrevo
a preguntar, pero que me dice mucho de un ligue: le pregunté, sin rodeos, si a
él le gustaba Leonard Cohen. Y el cabrón me dijo que no. Y yo, con su
respuesta, me puse súper contenta. ¿Y qué me encuentro al llegar al bar? Pues
que el hombre que está ante mí, no tiene nada que ver con aquella descripción. Para
empezar, huele de maravilla. Un olor a perfume francés que te embriaga, que se
va apoderando de tu pituitaria, sin que te des cuenta. En segundo lugar, luce
una gran mata de pelo entrecano, recién cortado, que le da un aire de madurito
interesante como al de la canción de Martirio; sus ojos son grandes y azules, de
largas pestañas; ojos profundos e hipnóticos, hermosísimos, y transmiten una
paz maravillosa; una nariz casi perfecta, lo mismo que sus orejas, ni muy
grandes ni muy pequeñas, del tamaño justo; mide alrededor de 1´85 y pesa unos
80 kilos, lo que lo hace parecer un hombre saludable y atractivo. Viene recién
afeitado y su piel se ve tersa y morena. Y para rematar la faena, el tío tiene
un par de regalos encima de la mesa. Me los da, los abro al borde de un ataque
de nervios y ¿sabes con qué me encuentro dentro de aquellos papeles de regalo? Pues
sí, efectivamente, el último disco de Leonard Cohen y La insoportable levedad del ser, el libro de Milan Kundera. En
definitiva, que el tío que me está esperando tomando un café con una sonrisa
perfecta, con unos dientes tan blancos como una sábana recién lavada, es lo que
se dice un tío guapísimo, culto, simpático, amable, huele de maravilla, en fin,
uno de esos hombres que quita el hipo y tras el que cualquier mujer se lanzaría
sin pensárselo dos veces. ¿Y qué me había dicho él en nuestras conversaciones
por el chat? Todo lo contrario.
De golpe
comprendí sus reticencias a no mostrarme ninguna foto, a ocultarme su imagen.
Cada vez que le pedía que me enseñara una foto, me daba excusas peregrinas: No
tengo, no soy fotogénico, a ver si tengo tiempo y me saco alguna, mañana te la
pongo y otras evasivas por el estilo. ¡Qué desengaño! Si he de ser sincera, de
este no me lo esperaba. Aún me pregunto cómo me dejé engañar. Él lanzó el
anzuelo y yo lo mordí sin remisión. Yo había ido a aquella cita buscando a un
tío feo, calvo y que tenía un olor corporal fétido y nauseabundo. Así que
cuando comprendí que el muy cabrón me había mentido como un bellaco cada una de
las veces que habíamos hablado por el chat, dios sabrá por qué oscuros motivos,
me di la vuelta y lo dejé allí plantado, con un palmo de narices. Porque no sé tú
qué pensarás, pero yo lo tengo claro, ¿qué puede una esperar de un hombre que te
miente por el chat?
Lo que no se puede esperar no es una mentira ni una verdad, una conversación por el chat de alguien que no conoces personalmente siempre tiene sus riesgos (siempre negativos). Peor ella, que se lo creyó.
ResponderEliminarQuizás, como dice el dicho,
ResponderEliminarnadie nace enseñado.
Posiblemente pudo ser su único
y a la vez postrero chat,
su única y última cita.
El que disfruta corriendo desbocado
por verdes prados,
en los esos cenagales virtuales,
es de prever que
siempre saldrá con el rabo entre las piernas.
No, definitivamente no,
esos territorios son para dos
tipos diferentes de personas.
Las quimeras,
e incontrolables fantasías,
son inapropiadas para los que gozan
de buscar,
de ser,
y de ejercer
cada día de su vida
de ser un nítido humano,
genuinamente soñador.
Por intrépida pagó su precio.