En la habitación hay un
ventanal enorme que deja entrar una luz perezosa y blanda. Desde allí se ve el
mar. Una masa infinita de agua de un azul picassiano que se pierde a lo lejos,
en el horizonte. En la habitación hay un hombre y una mujer. El hombre lleva
puestos, como única prenda, unos vaqueros de color negro, que se adhieren a sus
piernas como una segunda piel. Los lleva desabrochados. Tiene el torso desnudo.
Y va descalzo. La mujer lleva puestos unos zapatos rojos que brillan como metal
bruñido, con unos tacones de catorce centímetros, afilados como un escalpelo.
Sobre su piel blanca destaca un conjunto de ropa interior de color negro. Sólo
braguitas y sujetador. Nada de medias. En algún punto indeterminado de la sala,
la voz eléctrica de Nick Cave, pregunta, desolada, sin obtener respuesta, ¿me
amas del mismo modo en que yo te amo a ti?
En el centro de la
habitación hay una cama. Es amplia y parece muy cómoda. La mujer está sentada
en uno de sus bordes. Mira a los ojos del hombre y con la mirada le hace una
señal. El se arrodilla ante ella y toma entre sus dedos, que tiemblan, sin
ocultar la excitación, uno de sus pies. Lo acaricia. Con sutileza. Con
veneración. Como se sostiene en las manos una obra de arte de incalculable
valor. Acerca sus labios hasta él. Lo besa. Pequeños disparos de sensualidad.
Juega con la lengua, buscando los dedos femeninos. Respirándolos. Embriagándose
con su roce. Los atrapa y los muerde. Una caricia que, lo sabe, la vuelve loca.
Se demora un rato antes de quitar el zapato rojo. Luego repite, paso a paso, la
misma operación, en el otro pie. Y la lengua empieza a subir, hacia arriba,
hacia arriba, siempre hacia arriba, muy despacio, recorriendo cada milímetro de
piel blanca, dejando un rastro húmedo en su ascensión hacia ese cruce de camino
en el que confluyen ambas piernas. La mujer arquea la espalda hacia atrás y se
deja caer sobre la cama, descansando todo el cuerpo sobre el mullido colchón.
Con un gesto rápido, se aparta a un lado la breve prenda negra que la cubre. Él
sabe lo que ella espera de él en ese instante. Y lo hace. La lengua del hombre,
caliente como la lava, se pierde dentro de aquel cuerpo. El hombre la lame,
como un perro fiel y confiado, hasta que la mujer siente una ola de fuego, que
asciende, a mil kilómetros por segundo, desde allá abajo, hasta el mismísimo
centro del cerebro.
Y después, ya nada vuelve
a ser igual, después.
Erotismo 100%!! Precioso
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