Si alguna vez has tenido la fortuna de visitar la National Portrait
Gallery, en la ciudad de Londres, habrás podido contemplar, entre los cientos
de retratos que alberga este museo, un cuadro, de 73 cm de alto por 61 de
ancho, cuya autoría se la debemos al pintor irlandés Richard Rothwell. El
cuadro al que me refiero es un retrato que data del año 1840. En él se puede
ver a una mujer que está empezando a entrar en la etapa de madurez. En líneas
generales, se podría decir que estamos ante una mujer guapa, de grandes ojos
del color de la miel, el pelo corto castaño y de piel muy blanca. La línea
delgada y breve que es su boca contrasta con una nariz grande, lo mismo que su frente. La mujer que
vemos en ese cuadro denota un cierto grado de tristeza, aunque no podríamos señalar
con certeza las razones de ese estado. Esa mujer se llama Mary Wollstonecraft Shelley. Y esta es su
historia.
Mary Wollstonecraft
Godwin, el nombre con el que fue inscrita en el registro civil de la época,
había nacido en la capital del Reino Unido, el día 30 de agosto de 1797. Su
llegada al mundo fue muy complicada. Tanto es así, que su madre, la activista,
escritora y filósofa feminista Mary Wollstonecraft,
autora de uno de los textos fundacionales del feminismo, Vindicación de los derechos de la mujer, quedó bastante maltrecha
del parto, lo que le provocó la muerte el día 10 de septiembre. Así pues sería
su padre, el filósofo, político y teórico anarquista William Godwin, quien la
criará y la educará. La influencia paterna hará que la niña sienta una pasión
desbordada por la poesía, por la música, por la política, por la filosofía. Imaginemos
por un instante lo que debe ser educarse en una casa donde las visitas más
asiduas responde al nombre de Samuel Taylor Coleridge o Lord Byron.
Evidentemente eso tiene que imprimir cierto carácter. Esa niña, algunos años
más tarde, escribiría a propósito de su padre: “Era mi Dios.”
Durante su
niñez y adolescencia, Mary pasó interminables horas leyendo alguno de los
cientos de libros que conformaban la biblioteca paterna. Y como ya se sabe, de
la lectura a la escritura, hay un pequeño paso. La joven, que gozaba de una
imaginación desbordada, inventaba historias con una facilidad pasmosa. Lo mismo
le ocurría con los poemas. A los diez años de edad, publica su primer poema, "Mounseer
Nongtongpaw,".
En la primavera de 1814, la joven conoce a una
persona que le cambiará la vida para siempre: el poeta Percy Bysshe Shelley,
ferviente admirador de la obra de su padre y uno de los habituales en las
tertulias domésticas que organizaba el filósofo británico. La muchacha se
enamora perdidamente del joven poeta. Y él, aunque está casado, le corresponde.
La joven se queda embarazada y su padre no da su consentimiento a la relación
con el joven poeta. El día 28 de julio de ese mismo año, la pareja, junto con
algunos amigos, se escapa a Francia para vivir, sin trabas de ningún tipo, su
romance, que se asemeja a una obra teatral. No en vano, Percy Bysshe Shelley
será uno de los iconos literarios del período Romántico. En 1816, la esposa de
Shelley se suicida, dejando el camino libre a los dos jóvenes, quienes deciden
casarse. El matrimonio dura seis años, exactamente hasta 1822, cuando el autor de
Defensa de la poesía muere ahogado. Durante
los años que convive con el poeta, Mary W. Shelley dará a luz cuatro veces,
pero sólo su último hijo, Percey Florence, conseguirá salir adelante.
Mary W. Shelley ha pasado a la historia de la
literatura, principalmente, como autora de una novela: Frankestein, o El moderno Prometeo, editada por primera vez el día
uno de enero del año 1818, de manera anónima, aunque todo el mundo pensó que el
autor del libro era su esposo, pues él era el autor del prefacio que antecedía
a la historia de la criatura monstruosa. No obstante, la obra de Mary W.
Shelley va más allá de Frankestein.
Escribió novelas, pero también poemas, ensayos, cartas, libros de viajes,
relatos cortos y obras de teatro. Y lo hizo, además, con bastante éxito.
La génesis de la novela Frankestein ha sido contada mil y una veces. La propia autora la
explicó en su “Introducción” a la tercera edición, la de 1831. La historia
nació en el verano de 1816, como un cuento de terror de carácter oral, para ser
contado a la luz de la chimenea, durante un período de mal tiempo que la pareja
pasó con unos amigos en el campo, cerca de Ginebra. Aquel breve cuento acabó
convirtiéndose en una de las historias góticas más famosas de todos los
tiempos. Una parte de la crítica habla de esta obra como un precedente directo
de la ciencia ficción. Para otros muchos, entre los que me cuento, sencillamente,
es una novela con un fuerte contenido filosófico, que no es poco. Yo la veo
como una gran metáfora, un largo poema escrito en prosa en el que el doctor
Vïctor Frankestein es, evidentemente, un trasunto del propio Dios. Creador de
vida, pero a qué precio. El resultado de sus estudios, de sus experimentos y de
su aventura científica es un ser deforme, extraño, hecho a base de retales
humanos, monstruoso en su apariencia física. Pero dentro de él, existe un
fuerte deseo de vivir y hacer el bien. Y sin embargo, empujado por los
acontecimientos y por la maldad que lo rodea, acaba asesinando, destruyendo a
la familia de su creador, consagrando su existencia a hacer el mal por doquier.
Por su parte, el propio doctor Víctor Frankestein vivirá el resto de su vida en
una persecución perpetua, siempre intentado dar caza a su vástago, para
aniquilarlo. Una historia llena de tristeza, de frustración, de dolor y de
soledad. Una historia muy parecida a la de la propia humanidad. La crónica de
una fracaso anunciado.
No deja de sorprender que uno de los grandes hitos
de la literatura universal fuese escrito en apenas unos meses, casi como en un
juego, sin apenas darle importancia. Una recreación de las historias de
fantasmas, de apariciones, de seres sobrenaturales tan del gusto de la época,
un momento en el que la ciencia empezaba a tener una gran importancia para la
vida del ser humano. Tampoco puede pasar desapercibida para el lector avispado,
como no podía ser de otra manera, el Quijote cervantino, obra que, con toda
seguridad, Mary Shelley había leído. En Don
Quijote de la Mancha, Cervantes le da una vuelta de tuerca a las novelas de
caballería mientras Shelley, con su Frankesntein,
hace lo propio con la novela de fantasmas.
Frankestein es
una de las novelas que ha conocido más adaptaciones de todo tipo, teatrales y cinematográficas.
Existen decenas de películas basadas, inspiradas, recreadas, más o menos
libremente, en la obra de Mary Shelley. En blanco y negro y en color, mudas y
sonoras, adaptaciones fieles al texto y comedias desternillantes, antiguas y
modernas. Frankestein es, no hay duda
de ello, un icono cultural mundial.
Pero la obra de Mary W. Shelley va más allá de la invención
de una criatura monstruosa creada en un laboratorio. La autora inglesa escribió
varias novelas más, que gozaron de gran predicamento en su época, aunque hoy
apenas si tienen un puñado de lectores. Obras como Valperga (1823), El último
hombre (1826), Las fortunas de Perkin
Warbeck, un romance (1830), Lodore,
1835), Falkner. Una novela (1837) o Mathilda, que estuvo guardada durante 140
años, pues fue escrita en 1819 y se publicó en 1959. También dedicó gran parte
de su tiempo a editar de manera cuidada y a poner en valor la obra de su
esposo, con anotaciones y estudios pormenorizados.
Mary Shelley murió a los 53 años de edad. Un cáncer
en el cerebro acabó con su vida el día 1 de febrero de 1851, en Londres. Tras
de sí dejaba un libro eterno que había sido escrito, casi por casualidad,
siendo una adolescente.
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