sábado, 25 de abril de 2020

Mary Shelley, creando desde el caos


Si alguna vez has tenido la fortuna de visitar la National Portrait Gallery, en la ciudad de Londres, habrás podido contemplar, entre los cientos de retratos que alberga este museo, un cuadro, de 73 cm de alto por 61 de ancho, cuya autoría se la debemos al pintor irlandés Richard Rothwell. El cuadro al que me refiero es un retrato que data del año 1840. En él se puede ver a una mujer que está empezando a entrar en la etapa de madurez. En líneas generales, se podría decir que estamos ante una mujer guapa, de grandes ojos del color de la miel, el pelo corto castaño y de piel muy blanca. La línea delgada y breve que es su boca contrasta con una nariz  grande, lo mismo que su frente. La mujer que vemos en ese cuadro denota un cierto grado de tristeza, aunque no podríamos señalar con certeza las razones de ese estado. Esa mujer se llama Mary Wollstonecraft Shelley. Y esta es su historia.

Mary Wollstonecraft Godwin, el nombre con el que fue inscrita en el registro civil de la época, había nacido en la capital del Reino Unido, el día 30 de agosto de 1797. Su llegada al mundo fue muy complicada. Tanto es así, que su madre, la activista, escritora y filósofa feminista Mary Wollstonecraft, autora de uno de los textos fundacionales del feminismo, Vindicación de los derechos de la mujer, quedó bastante maltrecha del parto, lo que le provocó la muerte el día 10 de septiembre. Así pues sería su padre, el filósofo, político y teórico anarquista William Godwin, quien la criará y la educará. La influencia paterna hará que la niña sienta una pasión desbordada por la poesía, por la música, por la política, por la filosofía. Imaginemos por un instante lo que debe ser educarse en una casa donde las visitas más asiduas responde al nombre de Samuel Taylor Coleridge o Lord Byron. Evidentemente eso tiene que imprimir cierto carácter. Esa niña, algunos años más tarde, escribiría a propósito de su padre: “Era mi Dios.”

Durante su niñez y adolescencia, Mary pasó interminables horas leyendo alguno de los cientos de libros que conformaban la biblioteca paterna. Y como ya se sabe, de la lectura a la escritura, hay un pequeño paso. La joven, que gozaba de una imaginación desbordada, inventaba historias con una facilidad pasmosa. Lo mismo le ocurría con los poemas. A los diez años de edad, publica su primer poema, "Mounseer Nongtongpaw,".

En la primavera de 1814, la joven conoce a una persona que le cambiará la vida para siempre: el poeta Percy Bysshe Shelley, ferviente admirador de la obra de su padre y uno de los habituales en las tertulias domésticas que organizaba el filósofo británico. La muchacha se enamora perdidamente del joven poeta. Y él, aunque está casado, le corresponde. La joven se queda embarazada y su padre no da su consentimiento a la relación con el joven poeta. El día 28 de julio de ese mismo año, la pareja, junto con algunos amigos, se escapa a Francia para vivir, sin trabas de ningún tipo, su romance, que se asemeja a una obra teatral. No en vano, Percy Bysshe Shelley será uno de los iconos literarios del período Romántico. En 1816, la esposa de Shelley se suicida, dejando el camino libre a los dos jóvenes, quienes deciden casarse. El matrimonio dura seis años, exactamente hasta 1822, cuando el autor de Defensa de la poesía muere ahogado. Durante los años que convive con el poeta, Mary W. Shelley dará a luz cuatro veces, pero sólo su último hijo, Percey Florence, conseguirá salir adelante.

Mary W. Shelley ha pasado a la historia de la literatura, principalmente, como autora de una novela: Frankestein, o El moderno Prometeo, editada por primera vez el día uno de enero del año 1818, de manera anónima, aunque todo el mundo pensó que el autor del libro era su esposo, pues él era el autor del prefacio que antecedía a la historia de la criatura monstruosa. No obstante, la obra de Mary W. Shelley va más allá de Frankestein. Escribió novelas, pero también poemas, ensayos, cartas, libros de viajes, relatos cortos y obras de teatro. Y lo hizo, además, con bastante éxito.

La génesis de la novela Frankestein ha sido contada mil y una veces. La propia autora la explicó en su “Introducción” a la tercera edición, la de 1831. La historia nació en el verano de 1816, como un cuento de terror de carácter oral, para ser contado a la luz de la chimenea, durante un período de mal tiempo que la pareja pasó con unos amigos en el campo, cerca de Ginebra. Aquel breve cuento acabó convirtiéndose en una de las historias góticas más famosas de todos los tiempos. Una parte de la crítica habla de esta obra como un precedente directo de la ciencia ficción. Para otros muchos, entre los que me cuento, sencillamente, es una novela con un fuerte contenido filosófico, que no es poco. Yo la veo como una gran metáfora, un largo poema escrito en prosa en el que el doctor Vïctor Frankestein es, evidentemente, un trasunto del propio Dios. Creador de vida, pero a qué precio. El resultado de sus estudios, de sus experimentos y de su aventura científica es un ser deforme, extraño, hecho a base de retales humanos, monstruoso en su apariencia física. Pero dentro de él, existe un fuerte deseo de vivir y hacer el bien. Y sin embargo, empujado por los acontecimientos y por la maldad que lo rodea, acaba asesinando, destruyendo a la familia de su creador, consagrando su existencia a hacer el mal por doquier. Por su parte, el propio doctor Víctor Frankestein vivirá el resto de su vida en una persecución perpetua, siempre intentado dar caza a su vástago, para aniquilarlo. Una historia llena de tristeza, de frustración, de dolor y de soledad. Una historia muy parecida a la de la propia humanidad. La crónica de una fracaso anunciado.

No deja de sorprender que uno de los grandes hitos de la literatura universal fuese escrito en apenas unos meses, casi como en un juego, sin apenas darle importancia. Una recreación de las historias de fantasmas, de apariciones, de seres sobrenaturales tan del gusto de la época, un momento en el que la ciencia empezaba a tener una gran importancia para la vida del ser humano. Tampoco puede pasar desapercibida para el lector avispado, como no podía ser de otra manera, el Quijote cervantino, obra que, con toda seguridad, Mary Shelley había leído. En Don Quijote de la Mancha, Cervantes le da una vuelta de tuerca a las novelas de caballería mientras Shelley, con su Frankesntein, hace lo propio con la novela de fantasmas.  

Frankestein es una de las novelas que ha conocido más adaptaciones de todo tipo, teatrales y cinematográficas. Existen decenas de películas basadas, inspiradas, recreadas, más o menos libremente, en la obra de Mary Shelley. En blanco y negro y en color, mudas y sonoras, adaptaciones fieles al texto y comedias desternillantes, antiguas y modernas. Frankestein es, no hay duda de ello, un icono cultural mundial.

Pero la obra de Mary W. Shelley va más allá de la invención de una criatura monstruosa creada en un laboratorio. La autora inglesa escribió varias novelas más, que gozaron de gran predicamento en su época, aunque hoy apenas si tienen un puñado de lectores. Obras como Valperga (1823), El último hombre (1826), Las fortunas de Perkin Warbeck, un romance (1830), Lodore, 1835), Falkner. Una novela (1837) o Mathilda, que estuvo guardada durante 140 años, pues fue escrita en 1819 y se publicó en 1959. También dedicó gran parte de su tiempo a editar de manera cuidada y a poner en valor la obra de su esposo, con anotaciones y estudios pormenorizados.

Mary Shelley murió a los 53 años de edad. Un cáncer en el cerebro acabó con su vida el día 1 de febrero de 1851, en Londres. Tras de sí dejaba un libro eterno que había sido escrito, casi por casualidad, siendo una adolescente.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.