En los diccionarios ingleses
de sinónimos debería de existir una entrada con el nombre de Billie Holiday, y
al lado de este nombre deberían estar escritas palabras como pasión,
sentimiento, dolor, ritmo, melancolía, adicción, cárcel, autenticidad, melodía,
gardenias, blues, jazz. Porque decir Billie Holiday es decir todas esas
palabras a un tiempo y aún más.
Billie Holiday vivió apenas
45 años, pero en esa corta vida dejó como legado una carrera como cantante que
tumba de espaldas. Su vida es una mezcla inseparable de elementos legendarios y
de realismo sucio, pero tan sucio que ni el mejor de los escritores del género
hubiese sido capaz de inventarlo. En muchas ocasiones resulta complicado
separar la leyenda de la realidad cuando hablamos de Billie, poner a un lado de
la balanza lo que de verdad ocurrió de lo que ha sido inventado y ha llegado
hasta el presente.
Lo que se sabe con seguridad
es que nació en Filadelfia, en 1915 y que su verdadero nombre fue Eleonora Fagan.
También sabemos que al nacer la niña, su madre, Sadie, tenía veinte años y su
padre, el guitarrista de jazz Clarence Holiday, veintidós. No es difícil
imaginar que con esas edades lo último en lo que estaban pensando era
precisamente en criar a una pequeña. Así que la niña pasa su infancia entrando
y saliendo de los hogares de acogida, abandonada mil y una veces por su madre,
porque el padre se largó en los primeros días de vida del bebé y hasta veinte
años más tarde no vuelve a reaparecer en esta historia. En aquella época no era
extraño que la gente de su raza fuera de un lado para otro. De esta manera,
madre e hija muy pronto se trasladaron a Baltimore, en el estado de Maryland,
una de las ciudades americanas con el índice más alto de población negra. Pero
tampoco este sería el lugar definitivo. La pequeña Eleonora acabaría en Nueva
York, en el barrio de Harlem, barrio negro por excelencia.
Allí, en uno de los lugares
más duros para que una niña crezca, fue violada por un vecino, cuando tan solo
tenía once años. Imaginad por un instante qué
experiencia tan traumática, cuánto miedo y dolor tuvo que sentir la
pequeña. De hecho, jamás desaparecería del todo el terror que experimentó aquel
día. Un poco después de la violación empieza a trabajar como chica de la
limpieza en un burdel neoyorquino. Y es aquí, entre prostitutas y chulos, donde
comienza su amor incondicional por el jazz.
La vida de Billie fue intensa,
repleta de drogas, de prostitución, de alcohol, de sexo (se confesaba
abiertamente bisexual cuando ese era un gran tabú social), de viajes a lo largo
y ancho de los Estados Unidos, de violencia, de marginación, de segregación racial.
Y sin embargo, también fue una vida rica en belleza, en pasión, en amor, en
emociones compartidas, en gritos de rabia con forma de canción. En 1933 pone
por primera vez un pie en un estudio de grabación, acompañada por el genial clarinetista
Benny Gooman. Desde entonces hubo decenas de grabaciones. Cientos de canciones.
Personales e intransferibles, porque así era su voz: un regalo de los dioses. Nadie
jamás ha cantado como Billie. Y probablemente, nadie volverá a hacerlo nunca.
Era como si las gardenias que adornaban cada noche su pelo negro, le
transmitieran una fuerza mágica para estar en el escenario, para comunicarse
con el público, para transmitir emoción a raudales. Aunque fuese colocada hasta
las cejas.
Compartió escenario y estudios
de grabación con los mejores músicos de jazz de la época: Count Basie, Lester
Young, Artie Shaw, Art Tatum, Charlie Shavers, Oscar Peterson, Duke Ellington,
Miles Davis, Coleman Hawkins, Gerry Mulligan y muchos, muchos más. Algunas de las canciones que grabó están
entre lo mejor que se ha grabado en la historia de la música, de cualquier
estilo musical. Canciones como monumentos imperecederos levantados con la voz,
obras de arte que seguirán existiendo por tiempo indeterminado, mientras el ser
humano siga emocionándose con ese sentimiento extraño e inmaterial al que
llamamos belleza. Estoy hablando de temas como “Strange fruit”, “My man”,
“Gloomy Sunday” o “God Bless the Child”, por citar solo una minúscula parte de
lo que cantó. La lista es, obviamente, interminable.
Lady Day, apodo con el que
se la conocía, murió un caluroso día de verano de 1959, en la ciudad de Nueva
York, a causa de una cirrosis hepática causada por décadas de intensa adicción
al alcohol, a la heroína, a la cocaína. Es el riesgo que hay que correr cuando se es una
yonki de largo recorrido. Murió sola y pobre, haciendo honor a la leyenda, como
había ocurrido con Bessie Smith, su maestra y gran inspiración. Más de tres mil
personas asistieron a su funeral, que se celebró en la Capilla de San Pablo, en
Nueva York. Fue enterrada en la misma
tumba en la que descansaban los restos de su madre, en el cementerio de Saint
Raymond. En 1960, sus restos fueron exhumados y enterrados, esta vez, en una
tumba para ella sola.
Desde entonces se han
escrito decenas de libros biográficos, se han rodado documentales sobre su
figura y películas de ficción, se han escrito cientos de poemas, de canciones
dedicadas a la voz más particular del jazz, porque su música, su manera de
cantar, los avatares de su vida, siguen levantando pasiones.
Aún hoy, cuando han pasado
tantos años de su muerte, la influencia de Billie en la música popular es tan
profunda que no hay ningún cantante de jazz, e incluso de otros estilos, hombre
o mujer, que escape a ella. Desde Martirio a Silvia Pérez Cruz, desde Casandra
Wilson a Madeleine Peyroux, desde José James a Guru. Ninguno de ellos existiría
si no hubiese existido antes la gran Billie Holiday.
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