martes, 19 de junio de 2018

Esa extraña fruta llamada Billie Holiday


En los diccionarios ingleses de sinónimos debería de existir una entrada con el nombre de Billie Holiday, y al lado de este nombre deberían estar escritas palabras como pasión, sentimiento, dolor, ritmo, melancolía, adicción, cárcel, autenticidad, melodía, gardenias, blues, jazz. Porque decir Billie Holiday es decir todas esas palabras a un tiempo y aún más.
Billie Holiday vivió apenas 45 años, pero en esa corta vida dejó como legado una carrera como cantante que tumba de espaldas. Su vida es una mezcla inseparable de elementos legendarios y de realismo sucio, pero tan sucio que ni el mejor de los escritores del género hubiese sido capaz de inventarlo. En muchas ocasiones resulta complicado separar la leyenda de la realidad cuando hablamos de Billie, poner a un lado de la balanza lo que de verdad ocurrió de lo que ha sido inventado y ha llegado hasta el presente.
Lo que se sabe con seguridad es que nació en Filadelfia, en 1915 y que su verdadero nombre fue Eleonora Fagan. También sabemos que al nacer la niña, su madre, Sadie, tenía veinte años y su padre, el guitarrista de jazz Clarence Holiday, veintidós. No es difícil imaginar que con esas edades lo último en lo que estaban pensando era precisamente en criar a una pequeña. Así que la niña pasa su infancia entrando y saliendo de los hogares de acogida, abandonada mil y una veces por su madre, porque el padre se largó en los primeros días de vida del bebé y hasta veinte años más tarde no vuelve a reaparecer en esta historia. En aquella época no era extraño que la gente de su raza fuera de un lado para otro. De esta manera, madre e hija muy pronto se trasladaron a Baltimore, en el estado de Maryland, una de las ciudades americanas con el índice más alto de población negra. Pero tampoco este sería el lugar definitivo. La pequeña Eleonora acabaría en Nueva York, en el barrio de Harlem, barrio negro por excelencia.
Allí, en uno de los lugares más duros para que una niña crezca, fue violada por un vecino, cuando tan solo tenía once años. Imaginad por un instante qué  experiencia tan traumática, cuánto miedo y dolor tuvo que sentir la pequeña. De hecho, jamás desaparecería del todo el terror que experimentó aquel día. Un poco después de la violación empieza a trabajar como chica de la limpieza en un burdel neoyorquino. Y es aquí, entre prostitutas y chulos, donde comienza su amor incondicional por el jazz.
La vida de Billie fue intensa, repleta de drogas, de prostitución, de alcohol, de sexo (se confesaba abiertamente bisexual cuando ese era un gran tabú social), de viajes a lo largo y ancho de los Estados Unidos, de violencia, de marginación, de segregación racial. Y sin embargo, también fue una vida rica en belleza, en pasión, en amor, en emociones compartidas, en gritos de rabia con forma de canción. En 1933 pone por primera vez un pie en un estudio de grabación, acompañada por el genial clarinetista Benny Gooman. Desde entonces hubo decenas de grabaciones. Cientos de canciones. Personales e intransferibles, porque así era su voz: un regalo de los dioses. Nadie jamás ha cantado como Billie. Y probablemente, nadie volverá a hacerlo nunca. Era como si las gardenias que adornaban cada noche su pelo negro, le transmitieran una fuerza mágica para estar en el escenario, para comunicarse con el público, para transmitir emoción a raudales. Aunque fuese colocada hasta las cejas.
Compartió escenario y estudios de grabación con los mejores músicos de jazz de la época: Count Basie, Lester Young, Artie Shaw, Art Tatum, Charlie Shavers, Oscar Peterson, Duke Ellington, Miles Davis, Coleman Hawkins, Gerry Mulligan y muchos, muchos más.  Algunas de las canciones que grabó están entre lo mejor que se ha grabado en la historia de la música, de cualquier estilo musical. Canciones como monumentos imperecederos levantados con la voz, obras de arte que seguirán existiendo por tiempo indeterminado, mientras el ser humano siga emocionándose con ese sentimiento extraño e inmaterial al que llamamos belleza. Estoy hablando de temas como “Strange fruit”, “My man”, “Gloomy Sunday” o “God Bless the Child”, por citar solo una minúscula parte de lo que cantó. La lista es, obviamente, interminable.
Lady Day, apodo con el que se la conocía, murió un caluroso día de verano de 1959, en la ciudad de Nueva York, a causa de una cirrosis hepática causada por décadas de intensa adicción al alcohol, a la heroína, a la cocaína.  Es el riesgo que hay que correr cuando se es una yonki de largo recorrido. Murió sola y pobre, haciendo honor a la leyenda, como había ocurrido con Bessie Smith, su maestra y gran inspiración. Más de tres mil personas asistieron a su funeral, que se celebró en la Capilla de San Pablo, en Nueva York. Fue enterrada en  la misma tumba en la que descansaban los restos de su madre, en el cementerio de Saint Raymond. En 1960, sus restos fueron exhumados y enterrados, esta vez, en una tumba para ella sola. 
Desde entonces se han escrito decenas de libros biográficos, se han rodado documentales sobre su figura y películas de ficción, se han escrito cientos de poemas, de canciones dedicadas a la voz más particular del jazz, porque su música, su manera de cantar, los avatares de su vida, siguen levantando pasiones.
Aún hoy, cuando han pasado tantos años de su muerte, la influencia de Billie en la música popular es tan profunda que no hay ningún cantante de jazz, e incluso de otros estilos, hombre o mujer, que escape a ella. Desde Martirio a Silvia Pérez Cruz, desde Casandra Wilson a Madeleine Peyroux, desde José James a Guru. Ninguno de ellos existiría si no hubiese existido antes la gran Billie Holiday.

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