Documentos TV es, con toda seguridad, uno de los programas con más solera y con más calidad de cuantos se emiten en las paupérrimas parrillas televisivas españolas. Para estrenar el nuevo año, los responsables del programa pasaron, en la noche del día 1, un extraordinario documental: “Una casa para Bernarda Alba”, dirigido por Lidia Peralta, en 2011.
La película narra la historia de ocho mujeres gitanas que viven en el poblado chabolista de El Vacie, en las afueras de Sevilla. Un territorio donde se hacinan novecientas personas, en unas condiciones terribles de pobreza y marginación, y donde el desempleo fulmina todas las marcas habidas y por haber. Un lugar al que alguien en la película define de manera certera como “un despropósito, un grito, un lamento”. Un lugar que debería hacer que a los políticos, a los gobernantes, a esos que cobran sus grandes sueldos del erario público y viven tan cómodamente, se les cayera la cara de vergüenza, si la tuvieran (la vergüenza digo, que la cara ya sabemos que la tienen y bien dura). Como decía, la película está protagonizada por ocho mujeres cuyas vidas se desarrollan en unas condiciones sanitarias, culturales, económicas que dejan mucho que desear y sin embargo, han demostrado, que con un poco de ayuda y con muchas ganas de superarse, son capaces de cualquier cosa.
La historia empezó cuando el grupo de teatro Atalaya decidió poner en marcha el proyecto “Teatro imaginario” para trabajar con personas socialmente excluidas. Lo primero que Pepa Gamboa, directora de la obra, pensó fue que en El Vacie, como quien dice, a la vuelta de la esquina, podía encontrar la materia prima que andaba buscando para montar una versión de “La casa de Bernarda Alba”, la inmortal obra de Federico García Lorca.
Y así fue. Ocho mujeres de diferentes edades, pero con algo en común: excepto una de ellas, una adolescente de 16 años, todas eran completamente analfabetas. A pesar de este hándicap, dieron lo mejor de sí mismas y consiguieron encarnar a los personajes que García Lorca creara hace casi ochenta años, con una honestidad y una valentía que suple con creces sus carencias técnicas.
En el documental podemos ver cómo el éxito, entre comillas, no afecta en absoluto a la vida cotidiana de estas mujeres, a pesar de que pasan de la miseria más absoluta de su poblado chabolista a representar la obra en grandes escenarios teatrales de toda España e incluso de otros países como Alemania o México, codeándose con personajes mediáticos de la televisión, con políticos (siempre al acecho para colgarse medallas que no les pertenecen) e incluso con la ministra Ángeles González Sinde, quien asiste impávida a una entrega de premios, donde una de estas mujeres, reivindica su derecho constitucional a tener una vivienda digna. Pero ella como si oyera llover.
Una de las cosas que más sorprenden del documental es ver cómo, simultáneamente al éxito de la obra, estas mujeres sufrían en sus carnes el rechazo racista y xenófobo de una sociedad que les niega la entrada a un bar o a una tienda de lujo, con la idea preconcebida de que por ser gitanas y pobres, llevan malas intenciones.
Al final, a uno se le queda un regusto en la boca como de mala leche, pues descubrimos que el cuento de hadas no era tal, ya que como comenta una de las protagonistas, “No comemos del teatro, nuestra vida es la de siempre, comemos de la chatarra. Actrices somos a lo mejor una vez al mes, pero gitanas somos toda la vida”. Lo peor de todo el asunto es que a estas alturas de la vida, sigan existiendo los asentamientos chabolistas, y que un montón de gente tenga que vivir de manera infrahumana, rodeados de ratas, basura y mierda. Y a pesar de todo esto, ocho mujeres han demostrado que son capaces de todo.
La película narra la historia de ocho mujeres gitanas que viven en el poblado chabolista de El Vacie, en las afueras de Sevilla. Un territorio donde se hacinan novecientas personas, en unas condiciones terribles de pobreza y marginación, y donde el desempleo fulmina todas las marcas habidas y por haber. Un lugar al que alguien en la película define de manera certera como “un despropósito, un grito, un lamento”. Un lugar que debería hacer que a los políticos, a los gobernantes, a esos que cobran sus grandes sueldos del erario público y viven tan cómodamente, se les cayera la cara de vergüenza, si la tuvieran (la vergüenza digo, que la cara ya sabemos que la tienen y bien dura). Como decía, la película está protagonizada por ocho mujeres cuyas vidas se desarrollan en unas condiciones sanitarias, culturales, económicas que dejan mucho que desear y sin embargo, han demostrado, que con un poco de ayuda y con muchas ganas de superarse, son capaces de cualquier cosa.
La historia empezó cuando el grupo de teatro Atalaya decidió poner en marcha el proyecto “Teatro imaginario” para trabajar con personas socialmente excluidas. Lo primero que Pepa Gamboa, directora de la obra, pensó fue que en El Vacie, como quien dice, a la vuelta de la esquina, podía encontrar la materia prima que andaba buscando para montar una versión de “La casa de Bernarda Alba”, la inmortal obra de Federico García Lorca.
Y así fue. Ocho mujeres de diferentes edades, pero con algo en común: excepto una de ellas, una adolescente de 16 años, todas eran completamente analfabetas. A pesar de este hándicap, dieron lo mejor de sí mismas y consiguieron encarnar a los personajes que García Lorca creara hace casi ochenta años, con una honestidad y una valentía que suple con creces sus carencias técnicas.
En el documental podemos ver cómo el éxito, entre comillas, no afecta en absoluto a la vida cotidiana de estas mujeres, a pesar de que pasan de la miseria más absoluta de su poblado chabolista a representar la obra en grandes escenarios teatrales de toda España e incluso de otros países como Alemania o México, codeándose con personajes mediáticos de la televisión, con políticos (siempre al acecho para colgarse medallas que no les pertenecen) e incluso con la ministra Ángeles González Sinde, quien asiste impávida a una entrega de premios, donde una de estas mujeres, reivindica su derecho constitucional a tener una vivienda digna. Pero ella como si oyera llover.
Una de las cosas que más sorprenden del documental es ver cómo, simultáneamente al éxito de la obra, estas mujeres sufrían en sus carnes el rechazo racista y xenófobo de una sociedad que les niega la entrada a un bar o a una tienda de lujo, con la idea preconcebida de que por ser gitanas y pobres, llevan malas intenciones.
Al final, a uno se le queda un regusto en la boca como de mala leche, pues descubrimos que el cuento de hadas no era tal, ya que como comenta una de las protagonistas, “No comemos del teatro, nuestra vida es la de siempre, comemos de la chatarra. Actrices somos a lo mejor una vez al mes, pero gitanas somos toda la vida”. Lo peor de todo el asunto es que a estas alturas de la vida, sigan existiendo los asentamientos chabolistas, y que un montón de gente tenga que vivir de manera infrahumana, rodeados de ratas, basura y mierda. Y a pesar de todo esto, ocho mujeres han demostrado que son capaces de todo.
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