Érase
una vez un país muy lejano donde los políticos estaban tan
acostumbraron a robar, a engañar, a estafar y a embaucar a la gente que
se convirtieron en los mejores de todo el continente en la materia. Un
día sí y otro también, la policía detenía a algún político famoso. Un
día sí y otro también, algún ex presidente de la cosa pública, algún
miembro destacado de cualquier diputación, algún consejero de empleo de
la comunidad autónoma o el copón bendito, aparecía en la televisión, a
su salida del juzgado, rodeado de micrófonos, sonriendo nervioso,
declarando que todo aquello era un sucio montaje de la oposición, que lo
odiaba sin ningún motivo.
Y
tú, querido/a e inteligente lector/a que lees esto, pensarás: bueno,
seguro que la gente, lista por naturaleza, no soportaría ese estado de
corrupción generalizada y no los votaría el día de la fiesta de la
democracia. Pues no, nada de eso. En aquel lejano país, la gente no
reaccionaba. Tan acostumbrados estaban todos al robo, al estraperlo
generalizado y a la estafa sistemática que, si algún político se
comportaba como era debido, la gente pensaba que era un capullo
integral, pues teniendo ocasión de meter la mano en la caja, no lo
hacía.
Para
más inri, en aquel lejano país, existía una droga muy, muy, muy
poderosa. La fuerza de esa droga era devastadora. En realidad era la
droga más potente inventada por el hombre. ¿Heroína? No. ¿Cocaína? No.
¿MDMA? No. Aquella droga, capaz de atontar a miles de millones de seres
humanos, capaz de dejar sin respiración a un país entero, capaz de hacer
que toda una nación mirara alelada para otro lado, se llamaba fútbol y,
como ya hemos dicho, era tan poderosa que todo el que entraba en
contacto con ella, acababa moviéndose, pensando y actuando como un zombi
tarado.
Así
que en aquel lejano país, la extraña combinación de políticos corruptos
y del narcótico mágico llamado fútbol, tenía a prácticamente toda la
población sumida en la tontuna. Los políticos corruptos sabían que
cuando las cosas se ponían mal, siempre les quedaba el fútbol para
aturdir un poco más a la gente. Sólo era cuestión de darles una final de
Champions, o un Mundial, o una Copa del rey, o un partido amistoso.
Daba igual. Con llamarlo el partido del siglo, ya era suficiente. Lo
único importante era que la población tuviese su ración de fútbol para
gritar y llorar y reír y vociferar como gañanes. Mientras tanto, ellos
seguirían como si tal cosa, robando, engañando, traficando, y encima
cobrando por hacer todo eso.
Moraleja: En el lejano país de nuestro cuento, según la ONG Save the Children, 8.330.369 niños y niñas son pobres en mayor o menor medida. Pero ese es otro cuento, que contaremos otro día.
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