La
ideología y la política son sólo el anestésico en la operación. El bisturí es
el dinero.
Pedro Juan Gutiérrez
El día ha amanecido muy frío en Madrid. Rozando los cero
grados. No es de extrañar, dada la proximidad de las fiestas navideñas. Sin
embargo, en el salón del Palacio de la Moncloa donde se encuentran las catorce
personas —cuatro mujeres y diez hombres— reunidas, no hace frío. Dentro del
edificio, la temperatura es cálida y la atmósfera, en general, es bastante
agradable. Todos los presentes visten con elegancia. Ropa cara. Trajes
exclusivos, hechos a medida. Todo muy clásico. Tonos oscuros. Predominio del
azul marino. Alguna corbata roja, alguna burdeos, pero la mayoría oscuras. Sólo
una chaqueta clara, la de la Ministra de Empleo y Seguridad Social, y otra azul
celeste, la de la Ministra de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. Y ninguna
de las mujeres lleva falda. No sabríamos decir si por el frío —la verdad es que
en la calle hace un frío del copón— o por el mimetismo con los compañeros masculinos.
Hoy es el primer consejo de ministros del nuevo gobierno de la nación y tanto
el flamante presidente como sus ministros se sienten como niños pequeños con
juguetes nuevos. No en vano, al salir de esta reunión, posarán todos para los
medios gráficos, con sus sonrisas amplias y sus chascarrillos ocurrentes sobre
las carteras y la responsabilidad que les ha caído encima.
Pero eso será un poco más tarde. Cuando acabe el primer
consejo de ministros de la nueva etapa. Así que ahora, están todos sentados en
una mesa ovalada, presidida, valga la redundancia, por el Presidente del
Gobierno. En la sala hay dos banderas, una de España y la otra de la Unión
Europea. Sobre la mesa, grandes jarras metálicas y vasos de cristal con agua.
Cada uno de los ministros tiene un ordenador portátil. A la hora estipulada, el
Presidente del Gobierno pulsa un botón rojo y el micrófono que tiene ante él
comienza a funcionar. Carraspea. Ejem, ejem, por favor. Y empieza a hablar.
—Señoras y señores, amigas y amigos, muy buenos días. Me
vais a permitir que, antes de nada, os dé la bienvenida y os desee toda la
suerte del mundo. Aunque ya sabéis que no soy una persona que crea en la
suerte. Creo en el trabajo duro y bien hecho. La suerte es para los que carecen
de voluntad, para los débiles. Y a nosotros, los que estamos sentados a esta
mesa, si algo nos sobra es voluntad y si algo no somos, es, precisamente,
débiles.
El Presidente del Gobierno echa un rápido vistazo a los
papeles que tiene delante, y continúa con su alocución.
—Quiero dejar claro que todos vosotros habéis sido
elegidos para ocupar vuestras respectivas carteras porque considero que sois
las personas idóneas para estos cargos. No he dejado nada al azar. Cada uno
está donde tiene que estar, en el sitio exacto, en el lugar donde se le
necesita.
Hace apenas un mes que se celebraron las elecciones
generales. Y ganaron ellos. Diez millones ochocientas sesenta y seis mil
quinientas sesenta y seis personas votaron por su partido. Eso se tradujo en
ciento ochenta y seis diputados. Mayoría absoluta. Qué digo. Mayoría
requeteabsoluta. Aunque bien visto, la cosa estaba hecha. Más que por sus
propios méritos, el partido del Presidente del Gobierno ha ganado por los
deméritos del oponente. La cosa se puede resumir en tres palabras: Cagada tras
cagada. Y ahora, tras un hiato de siete años, han regresado al poder.
—Como ya sabéis, las deliberaciones del Consejo de
Ministros son ab-so-lu-ta-men-te se-cre-tas —y pronuncia las dos palabras,
sílaba a sílaba, para que no quede ninguna duda del carácter secreto de dichas
deliberaciones—. Así que lo que oigáis, veáis o leáis entre estas cuatro
paredes se irá con cada uno de vosotros a la tumba.
En esos momentos, algunos de los presentes carraspean
incómodos, probablemente por escuchar la palabra tumba, que siempre da un poco de yuyu.
—El plan es bien sencillo, —continúa el Presidente del
Gobierno—. Y lo voy a exponer de manera que todos lo entendáis. Tenemos cuatro
años. Cuatro años. Mil cuatrocientos sesenta días. Durante este tiempo, hemos
de aprobar leyes y decretos, nombrar a jueces del Tribunal Supremo, al Fiscal
General del Estado, al Defensor del Pueblo, al Presidente del Banco de España,
y a otras personalidades; tenemos que crear las estructuras idóneas que nos
permitan, a nosotros y a los nuestros, seguir disfrutando del sistema de vida
del que hemos gozado hasta ahora. Para alcanzar este objetivo, todo vale. Y no
os equivoquéis. Cuando digo, todo, quiero decir, exactamente, todo.
Los presentes sonríen y mueven la cabeza de manera
aprobatoria.
—El tan cacareado
estado del bienestar es un cuento chino, una paparrucha. Y si hasta ahora lo
hemos tolerado ha sido porque no teníamos la fuerza suficiente para destruirlo.
Pero resulta obvio que las condiciones históricas han cambiado y, por tanto, no
tenemos por qué sostener a los parásitos y a los que quieren vivir sin
trabajar. A partir de ahora, podemos quitarnos la careta. Por suerte para
nosotros, no estamos solos. Nos apoyan en la Unión Europea, en el Fondo
Monetario Internacional y en la Organización para el Comercio y el Desarrollo
Económico. El Neoliberalismo ha venido y está aquí para quedarse. Y nosotros
vamos a imponerlo en todo el territorio nacional.
En ese momento, las trece personas que están sentadas
ante el Presidente del Gobierno arrancan a aplaudir. No ha sido algo
premeditado. Simplemente, el discurso del Gran Jefe los ha emocionado. Pero
este, imponiendo su voz sobre los aplausos, continúa con su exposición.
—Ya lo habíamos conseguido en la Comunidad Valenciana, en
Madrid, en Galicia. Ahora no hay excusa posible. El modelo neoliberal tiene que
extenderse por todo el país como una gran mancha de chapapote —y una décima de
segundo después de decirlo, se da cuenta de la inconveniencia de la figura
literaria—. Bueno, tal vez esta metáfora no sea la más acertada, pero vosotros
me habéis entendido. Como digo, disponemos de cuatro años, pero si lo
conseguimos en la mitad de tiempo, mucho mejor. La gente tiene miedo, y está
desmovilizada. Así que es ahora o nunca. Como digo, cada uno de vosotros tiene
su cometido y ha de cumplirlo sin desfallecer. Tú, Ana, —y se dirige
directamente a la Ministra de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad— tienes que acabar con la sanidad pública
cueste lo que cueste y tú, Ignacio —y ahora habla con el Ministro de Educación,
Cultura y Deporte— con la escuela pública y con la cultura. Sobre todo con la
Cultura, que como todos sabemos, esa gentuza no suele comulgar con nuestras
ideas y nos critican siempre que tienen ocasión. Mientras tanto, repetiremos la
misma cantinela una y otra vez. Esto es por vuestro bien. Cada vez que tengáis
un micrófono delante, cada vez que os graben con una cámara de televisión,
contaréis la misma monserga. Esto es por vuestro bien. Vuestra tarea no es
fácil. Soy consciente de ello. Nadie ha dicho que las cosas fueran a ser
fáciles. Pero sé que los dos estáis capacitados para ejercerla con mano firme.
Y sé que los dos saldréis triunfantes de vuestra misión.
Y en esos momentos, los dos ministros aludidos sonríen,
mirando al Presidente, y sin palabras, le están diciendo que sí, que los dos
harán todo cuanto esté en sus manos para destruir la sanidad, la educación y la
cultura.
—Y a todos los
demás, os digo lo mismo. Acabaremos con el empleo de calidad, con las ayudas a
la minería, con las energías renovables, con los medios de comunicación
públicos… -—el Presidente del Gobierno toma aire y luego, continúa con la
enumeración— acabaremos con el aborto libre y gratuito, con la justicia
universal, acabaremos con el derecho a las manifestaciones y con el derecho a
la huelga. Pondremos fin a las ayudas por desempleo, a las ayudas a la
dependencia, y se abaratará el despido tanto, tanto, tanto, que al final serán
los propios trabajadores los que tendrán que pagar al empresario al ser
despedidos —en este momento los trece ministros al unísono comienzan de nuevo a
aplaudir, pues estas palabras suenan a música celestial para sus oídos—.
Haremos leyes para que se pueda construir en primerísima línea de playa,
dejaremos que las fábricas contaminen los ríos y potenciaremos la energía
nuclear. Que se joda el medio ambiente —risas entre los asistentes—. Llevaremos
a cabo una reforma laboral que ríanse ustedes del mercado laboral chino.
Congelaremos los sueldos y las pensiones. Las de los demás, no me
malinterpretéis, —risas de nuevo— que nosotros seguiremos cobrando lo que
merecemos. Se acabaron las ayudas públicas. Se acabó el dinero de las
subvenciones. A partir de ahora, sólo se subvencionará a los bancos y a las
empresas que facturen varios millones de euros al año. El dinero debe ser para
quien lo merece y está claro que quienes lo merecen son los ricos. Por algo lo
tienen. En fin, señoras y señores. Ya tenéis deberes para los próximos años.
Ahí fuera hay un mundo de posibilidades esperando. No seáis cobardes. De los
cobardes nunca se ha escrito nada. Sed imaginativos. Inventad. Innovad. Dadle
la vuelta a los argumentos. Las cosas pueden ser de otra manera. Y nosotros lo
vamos a demostrar. Y ahora, si nadie tiene nada que añadir, salgamos a hacernos
la foto para la posteridad.
Y en ese momento, se da por levantada la sesión y todos
los ministros salen hacia la puerta del edificio donde les tomaran la foto de
rigor, pensando, cada uno, en cuál será la primera medida que tomará como
Ministro del Gobierno de España.
Nota:
Este relato está incluido en mi libro Un
mundo lleno de canciones de amor espantosas, (Editorial Alhulia, 2014).
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