El encargado del depósito
municipal de presos (la cárcel municipal) durante los meses previos al golpe
militar se llama Rafael Romero Leiva. Aunque más que de cárcel hay que hablar
de cuartelillo, pues no pasa de ser eso, precisamente, aquel pequeño habitáculo,
situado en la calle Pescaderías, a unos metros escasos de la monumental Plaza
de la República, donde se ubica el ayuntamiento. Por el puesto que ocupa,
evidentemente, en el pueblo se le conoce con el apodo de “el Carcelero”. Tanto
Rafael como el resto de su familia, formada por el padre, Antonio, la madre,
Manuela, y dos hermanos menores que él, Antonio y Francisco, son personas de arraigadas convicciones izquierdistas, por lo
cual, durante el período que sigue a la Revolución de Octubre, en mil novecientos
treinta y cuatro, Rafael, como otros muchos empleados municipales, va a ser
depurado. Pierde su trabajo y pasa unos meses deambulando de aquí para allá,
viviendo o malviviendo como puede, trabajando en el campo cuando hay faena, o
en el molino de aceite donde trabaja su padre. Entre unas cosas y otras, nunca
falta un jornal y un pedazo de pan que llevarse a la boca. Ya vendrán tiempos
mejores, piensa Rafael, hombre optimista por naturaleza.
Rafael es el compañero sentimental de la
hija de un Guardia Civil, Carmela la Gallega, una mujer alta, corpulenta, de
buen ver, que suele recogerse el pelo en un moño impecable, y que va ataviada,
casi siempre, con un delantal blanco como la leche. Carmela tiene un marcado
acento gallego, de ahí el apodo con el que es conocida en el pueblo. Para la
gente de Aguilar, la manera de hablar de la mujer, no deja de ser un exotismo
sorprendente.
Como ya hemos dicho, el padre de Carmela es
un número de la Guardia Civil. Llegó a Andalucía tras el conato revolucionario
de mil novecientos treinta y cuatro. La aristocracia andaluza no se sentía
segura rodeada de socialistas, anarquistas y comunistas, así que pidió al
Ministro de Gobernación que aumentara el número de guardias civiles. Y ya se sabe
que los deseos de los aristócratas son órdenes para los Ministros. Así que
también en Aguilar, en mil novecientos treinta y seis, la Benemérita es más
numerosa.
No deja de ser una ironía del destino que
Rafael y Carmela se enamoren locamente desde la primera vez que se vean. El
socialista y la hija del guardia civil. Nos da por pensar que las relaciones
personales entre suegro y yerno, tal y como están las cosas, no son demasiado
fluidas. A las discrepancias políticas hay que añadir el hecho de que Rafael y
Carmela no hayan pasado por la vicaría para sellar su unión. Rafael, hombre
coherente con sus ideales izquierdistas, cree en el amor libre, o por decirlo
de otra manera, piensa que el amor verdadero sólo necesita del beneplácito de los
enamorados. El amor no entiende de papeles, ni de curas ni de jueces, dice
Rafael cada vez que se le pregunta por el asunto. El amor es cosa de dos. Todos los demás están
de más. Y con esta frase zanja la conversación.
Sin embargo, el padre de
Carmela, hombre tradicional, católico apostólico romano, no piensa como él. Así
que no ve con buenos ojos que su hija viva en pecado con un revolucionario que
va predicando, a quien lo quiera oír, el fin del capitalismo, la libertad
religiosa, los derechos de los trabajadores, de las mujeres y otras cosas por
el estilo. Desde luego no es lo que él había soñado para su hija Carmela.
Como no hay mal que cien
años dure, tras la victoria del Frente Popular en las elecciones generales celebradas
el día dieciséis de febrero, Rafael es restituido, de nuevo, en su antiguo
puesto. Pero claro, este tipo de soluciones no agradan a todo el mundo. Hay
gente que se siente ofendida, que ve en esta restitución un ultraje. Hay gente
que piensa, como esto cambie, ve preparándote, cabrón. Y el cambio llega el día
dieciocho de julio, con el golpe de estado. Rafael, que de tonto no tiene un
pelo, sabe que está en el punto de mira de los facciosos. Él ha sido uno de los
que más se han señalado durante los últimos meses. Por este motivo intuye lo
que puede pasar si se queda en Aguilar. Además están sus convicciones
ideológicas. Porque aún no lo hemos dicho pero Rafael es militante del Partido
Socialista Obrero Español. Así que decide, como otros muchos paisanos,
esconderse hasta ver por dónde sale el sol. Cae en la cuenta de que en la
Huerta del Aceituno, donde trabaja su madre, sirviendo, hay un pozo y piensa
que puede ser un lugar seguro. Y allí se mete, en aquel húmedo agujero. Tres
días pasa en el agua, tres días con sus tres noches, sin atreverse a salir, sin
nada que llevarse a la boca, ni un maldito pedazo de pan duro, salvo agua,
mucha agua. Allí, rodeado de oscuridad y humedad, Rafael, que como decimos no
ha probado bocado desde que entró en el pozo, empieza a sentir una debilidad
que le golpea en las sienes como un martillo pilón, y piensa que tal vez no
haya sido una buena idea quedarse en Aguilar, escondido como un murciélago,
metido en este pozo, minuto tras minuto, hora tras hora, sintiendo esa rabia
que le corroe las entrañas, asqueándose de su propia cobardía. Prefiere mil
veces morir a manos de los fascistas a tener que soportar esta espera terrible
que lo tiene paralizado. Quizás hubiese sido mucho mejor irse a Espejo o a
Castro del Río, piensa para sus adentros, como han hecho otros camaradas, y
unirse a las milicias, defender la legalidad republicana, los avances sociales
de los últimos meses, aún sabiendo, porque lo sabe, que la República no ha
hecho todo lo que debía por los trabajadores, que no ha cumplido con la reforma
agraria, por eso hay mucho descontento, por eso hay mucha gente, sobre todo
muchos anarquistas, que hablan abiertamente del fin de la República, de la
llegada de la Revolución Social. Pero para eso, primero, está convencido
Rafael, hay que conseguir, entre todos, que este maldito golpe de estado no
prospere. Así que toma la determinación de salir del pozo y escapar del pueblo,
lanzarse a la aventura con la intención de defender, como ya ha quedado dicho,
la legalidad republicana y con el deseo, en su fuero interno, de que esto no
sea más que la enésima intentona golpista y no se alargue más allá de unas
jornadas.
Así que sin pensarlo dos
veces, sale, y con las alpargatas empapadas, se dirige hacia Castro del Río,
donde sabe, de buena tinta, que estará seguro y podrá llevar a buen puerto sus
planes. Por el camino, todavía cerca de Aguilar, se cruza con dos paisanas,
vecinas a las que conoce bien. Si veis a mi madre y a Carmela, decidles que me
habéis visto, que me encuentro bien y que me voy para Castro a unirme a mis
camaradas. Decidles que no sufran por mí, que volveré en cuanto las cosas se
calmen y que las quiero mucho. A las dos. Algo así debió decirles Rafael a sus
vecinas para que se lo transmitieran a su madre y a su mujer.
Esa va a ser la última vez
que alguien vea, en Aguilar de la Frontera, a Rafael Romero Leiva. Ese día
Rafael tenía la edad de Cristo. Mientras camina a toda prisa por la carretera
polvorienta en busca de la libertad, no puede imaginar, ni por un instante, que
en las próximas horas, su padre, su hermano pequeño, Francisco, y la mujer a la
que ama, Carmela, van a morir, tiroteados en la puerta del molino, mientras los
gritos desgarradores de su madre, espectadora involuntaria del horror, se
clavan en los oídos de los asesinos y los maldice eternamente. No puede
imaginar, ni por un instante, que los cadáveres de sus seres queridos van a
quedar tirados junto a la pocilga de los cochinos, durante varios días,
pudriéndose bajo el sol ardiente del verano andaluz, para que el dantesco
espectáculo sirva de escarmiento, para que todos vean lo que les puede ocurrir
a los rojos y a sus amigos, si no colaboran con los dirigentes de la nueva
España. Rafael no puede imaginar, mientras escapa y salva su vida, lo que la
vida le tiene reservado a partir de aquel día.
(Este relato, basado en hechos absolutamente reales, está
incluido en mi libro El llanto, la sangre, el
fuego, publicado en 2012 por la Editorial Alhulia)
#18JYoCondeno la dictadura franquista y recuerdo, en el día en
que se cumplen 78 años del golpe de estado, a todas las mujeres y hombres que
fueron víctimas de la barbarie fascista.
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