Corría el
año 83. Recién comenzaba el otoño y yo me encaminaba, sin posibilidad de
escapatoria, hacia la adolescencia. La música me volvía loco. Me pasaba el día
(al menos todas las horas que no tenía que dedicar obligatoriamente a otras
actividades) pegado a la radio o delante del televisor, mirando mis programas
musicales preferidos. Por aquella época mi grupo favorito era Radio Futura.
Pero había otras muchas bandas que me fascinaban: Parálisis Permanente, Alaska
y los Pegamoides, Siniestro Total, Dulce Venganza, Golpes Bajos, La Mode, Nacha
Pop, Los Secretos.
Y PVP.
Mi primer
recuerdo de esta banda, los Clash madrileños como se les llamaba entonces, (aunque
ahora que lo pienso, prácticamente todas las bandas de la época eran herederas
del grupo de Joe Strummer) tiene que ver con la Edad de Oro, el mítico programa
que presentaba Paloma Chamorro. Los martes, si nada me lo impedía, me ponía delante
del televisor esperando el programa de la Chamorro como agua de mayo, aunque
algunas cosas de las que pasaban, la verdad, ni las entendía ni me interesaban
especialmente, sobre todo lo que tuviese que ver con el arte contemporáneo.
Pero la música ý los grupos que ponían sí que me gustaban. Todavía tengo
grabados en la mente algunos recuerdos de los legendarios conciertos que tuve
ocasión de ver: Violent Femmes, The Smiths en las fiestas de san Isidro, los Gabinete
Caligari presentando su primer lp, el extraordinario Que Dios reparta suerte, Alaska y Dinarama presentando Deseo carnal, Los Coyotes, Almodóvar y
McNamara con su travestismo cañí, La Fura del Baus destrozando un coche con las
motosierras, o el concierto de PVP presentado su segundo álbum: Las reglas del juego (21 Records, 1984).
Aquel
grupo había alcanzado cierta notoriedad en R3 y en otras emisoras que
programaban la música que a mí me gustaba (cómo molaban los programas de Ángel
Vázquez en Radio Popular de Córdoba en aquellas interminables tardes veraniegas
dedicadas a leer tebeos y escuchar música) con una canción titulada “El coche
de la plas” que estaba incluida en su primer disco, Miedo (Belter, 1982), un disco de punk-rock de sonido contundente, rotundo,
macarra, salpicado con unas gotitas, aquí y allá, de ska, y unas letras ora combativas
ora nihilistas. Un disco que destilaba fuerza y sudor a partes iguales.
El
concierto de los PVP en la Edad de Oro fue uno de los momentos mágicos de mi
adolescencia. Recuerdo la fuerte impresión que el cantante del grupo, Juanjo
Valmorisco (una curiosidad: el nombre de todos los miembros del grupo empezaba
por la letra j) me causó. Un tipo alto y delgado, pálido y con su corte de pelo
afterpunk (lo que luego se ha llamado gótico) a lo Robert Smith, como recién
salido de la novela Entrevista con el
vampiro de Anne Rice. Y aquellas canciones, con sus letras que hablaban de
Galileo perseguido por la Inquisición, y del final apocalíptico y nuclear del
planeta Tierra y de la raza humana, cuyos escasos supervivientes acabarían
viviendo entre las ruinas, mientras se devoraban los unos a los otros, como
lobos hambrientos. Y aquel sonido, donde las guitarras seguían dominando pero
ahora, más cercanas a los Lord of the New Church y otros grupos de la onda siniestra
o gótica que a los Clash, que eso sí, continuaban revoloteando en el ambiente,
siempre presentes, aunque ahora de manera menos evidente.
Tras Las reglas del juego vinieron otro par
de discos, pero como pasa tantas veces, ya no fueron tan buenos. Aunque en el
tercero, Donde se pierde la luz,
había una magnífica canción que se llamaba “Dioses en las sábanas”, que no
desmerecía para nada de los temas anteriores. Pero a partir de este tercer
disco, al grupo le dio por seguir un camino muy influido por la onda funky y
jamaicana, y perdieron sus señas de identidad, más cercanas al punk y la new
wave, con sus gotas de música siniestra y gótica, e incluso con un poco de dub,
aquí y allá.
Algún
tiempo después, cuando ya vivía en Granada, encontré un ejemplar de Las reglas del juego en una tienda que se
llamaba Discocinta, que estaba por la calle san Antón. Me costó doscientas
pelas (una ganga hasta para la época, en que el precio medio de un lp debía
rondar las ochocientas pelas más o menos) y lo compré babeando como el perro de
Paulov. El disco tiene una portada en color gris en la que se ven dos dados,
lanzados, supongo, al azar. Ahora mismo, mientras escribo esto, está puesto en
mi tocadiscos, y suena tan potente como aquel primer día que lo compré. A pesar
de que está a punto de cumplir treinta tacos.
Zeñor, zeñor. Rememorando, como los ancianitos.
ResponderEliminarExactamente, como el abuelo cebolleta. debe ser la edad, que ya va uno teniendo unos años...
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