Adela entró como un huracán en la casa. Había estado jugando con la pelota en el jardín y llevaba el rostro y el pelo empapados de sudor. Se acercó, corriendo, hasta la mesa y con su brazo derecho golpeó, sin darse cuenta, la antología de poemas de Juan Ramón que su papá había dejado allí tan solo unos minutos antes. El libro cayó sobre el mantel blanco, moteado, aquí y allá, de diminutas flores rojas, azules, violetas, verdes. Epítetos, metáforas, anáforas, metonimias y versos octosílabos, endecasílabos y alejandrinos se desparramaron por toda la superficie del mantel, manchándolo por completo. A simple vista, no hacía falta ser un lince para darse cuenta de que para volver a dejar aquel mantel blanco como la cal, se necesitaría un detergente fuera de lo normal.
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